Valeria Luiselli - "Fictio legis"

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Novelista, cuentista y ensayista mexicana.
El cuento fue publicado en la antología realizada por Daniel Saldaña "Un nuevo modo. Antología de narrativa mexicana actual" de 2012.


El jurista romano Modestino describe el matrimonio como la unión eterna entre varón y hembra, fincado en la ley divina y humana. Fastuosas dádivas de la familia de la hembra acompañan obligatoriamente el festejo de la alianza. Sin embargo, según la ley promulgada por César Augusto, si la hembra se enlazara con un eunuco, la familia de ésta queda exenta de la gravosa dote. En la opinión del padre de la mujer de Tachi, el varón que usurpó la divina joya de su corona era precisamente un eunuco. En sus propias palabras: Un pinche mayate. Pero en realidad Tachi es nomás pálido, bajo de estatura, y un poco melancólico.
Lo veo entrar al avión y noto con cierta ansiedad la i griega de una vena azul -que brota-generosa de sangre aristocrática a lo largo de su cuello traslúcido, cuando con mucho y vano esfuerzo trata de elevar su mochila para depositarla en el compartimiento superior de “la nave”, en lenguaje aeronáutico, o “arribita”, a decir de su mujer, que a su vez tiene que entrar al quite y ayudar con los bártulos: Tachi, ¿por qué siempre te traes tantos chunches?
La pareja se sienta directamente detrás de nosotros. Chascan -casi simultáneas-las cuatro hebillas metálicas. Chasca una quinta hebilla de un pasajero sentado en el asiento opuesto al de ella, del otro lado del pasillo.
Apenas pasa por última vez la aeromoza -una sevillana autoritaria, un poco pasada de peso y definitivamente demasiado madura de edad para usar frenos con ligas rosas-me desabrocho el cinturón y me echo encima la cobijita.
¿En México se le dice frazada a la cobijita esta? -le pregunto a mi marido.
Se le dice cobijita de avión -responde.
La azafata sevillana anuncia la inminente salida del vuelo. Serán 11 horas con 55 minutos de viaje -está estrictamente prohibido fumar incluso, o sobre todo, en los baños-debemos apagar de inmediato nuestros aparatos electrónicos.
Antes de apagar mi teléfono, entro al Instagram. Los hipsters en el Distrito Federal leen a Allen Ginsberg en ediciones que compraron de segunda mano en Brooklyn, dicen roommates en vez de “compañeros de piso”, tienen luz del verano de 1968 un mundo perpetuado, congelado, convertido en App. Y ya nadie sabe dónde queda afuera y dónde adentro.
El avión avanza pesadamente sobre la pista.
Tachi había tenido un momento de gloria, aprendemos a la hora cero del vuelo, cuando empieza el video pedagógico sobre posibles desastres. A los veintitrés años trabajó durante seis meses en una cabina de radio. Las salidas de emergencia están a ambos lados: derecha, izquierda. No tanto en la cabina de radio como cerca de ella -más afuera que adentro-en “respaldo y producción”, para ser precisos. Es importante colocarle a los niños la máscara de oxígeno después y nunca antes de colocársela uno mismo. Pero en cierta ocasión había entrevistado a un político. No había sido realmente una entrevista - pero casi-asegura Tachi. Sigue el dibujo animado de las resbaladillas amarillas inflables, que siempre han despertado en mí las ganas de que ocurra un desastre imprevisto durante el viaje -un acuatizaje con final feliz. Tachi le había expresado su admiración y el político le había tocado -a cambio-el filo del hombro izquierdo. Este mismo político había sido delegado, diputado, secretario de estado, gobernador de un estado importante y casi-casi candidato presidencial. No se acordaba ahora en cuál estado había sido regente, pero creía -estaba casi seguro-de que era un estado muy próspero, hasta bonito, e importante. Su esposa estuvo de acuerdo, pero tampoco se acordaba del nombre del político y mucho menos del nombre del estado. Se nos desea un feliz viaje.
¿De qué político hablará? -me pregunta al oído mi marido, que entrelee un periódico español en el asiento junto al mío.
No sé -le digo-tal vez de Hank González.
Pobre España -suspira-pasando la página -está casi peor que México.
¿Estás seguro de que no se le dice “frazada”? -vuelvo a insistirle.
En México se le dice “cobijita de avión”.
Me vuelvo a abrochar el cinturón debajo de la cobijita -no vaya a ser que la sevillana vuelva a pasar y me amoneste.
No es que importara el nombre del estado ni el del político, pues quien escucha el relato de Tachi es Hans, un pasajero de unos sesenta y tantos años -juzgando por la aspereza y el aplomo de su voz-que va sentado del otro lado del pasillo, en el primer asiento de la terrible fila de en medio. En esa fila uno no se debería nunca de sentar: si el avión choca y viajas en esa fila es muerte segura; mueres aplastado por los compartimentos superiores abarrotados de chunches -todos lo saben.
Tachi en ventanilla, su mujer a un lado, luego el pasillo, y después un pasajero llamado Hans. Nosotros dos -yo pasillo, él ventana-en los asientos directamente enfrente de la pareja.
Hans confiesa que a él no le interesa el nombre del político en cuestión, pues la política le parece vulgar y procura desde hace unos años no leer los periódicos. Ella está de acuerdo. Pero Hans admite que el actor que nos indica cómo abrocharnos el cinturón podría ser un político priista. Del viejo PRI -precisa Hans-el buen PRI: hombres firmes con cejas pobladas a la española, cejas a la Presidente López Portillo, cejas a la Presidente López Mateos; pero no a la Presidente Enrique Peña Nieto, que no tiene cejas ni Proyecto de Nación. Eso dice Hans, que por poco tiene sentido del humor.
El avión gira pesadamente sobre la coda de la pista -acelera-y como si no pesara -le doy la mano a mi marido-se eleva.
Se presentan formalmente a la hora 0.07: Tachi y Pau. Hans se presenta como suecomexicano, de modo que la impresión tanto de mi marido como mía es que es definitivamente mexicano. La pregunta obligatoria debía haber sido por qué -cómo-era que Tachi se llamaba Tachi. Pero era una pregunta difícil de formular para el suecomexicano, que cada vez mostraba menos interés en Tachi y más en Pau. Mi marido se voltea para decirme:
Así le dicen a los taxis en Barcelona: Tachi.
Me río, le digo que está mal burlarse en estas épocas de los pobres españoles, pero me para en seco:
Es estrictamente cierto, no es broma, así les dicen.
La aeromoza se disculpa en nombre de la aerolínea con los pasajeros del vuelo 401: No sirve nuestro sistema de entretenimiento -repito otra vez, repito-no sirve nuestro sistema de entretenimiento. Sin embargo, nos dice, los pasajeros podrán hacer uso del mapa sincronizado que detallará las actividades del vuelo. Después repite lo mismo -pero en inglés.
A la hora 3.04: Pollo o pasta. Pollo o pasta a las 11.14 AM, hora de España. Altura: 10,400 metros.
Ulpiano precisa que hay una diferencia notable entre los eunucos que han sido castrados y los que nacen sin órganos reproductivos. En el primer caso, la ley se sostiene: la familia de la hembra está exenta de la dote. En el segundo, sin embargo, no. El eunuco de nacimiento tiene un derecho irrevocable a la dote.
El caso -como nos enteramos más tarde por un comentario de la mujer de Tachi, que a las 12.47 PM hora de España, hora 4.37 de vuelo, está bebiendo su tercera copa plástica de vino-era que él y ella se acababan de casar, y que el papá de ella no les había regalado nada, ni siquiera una ayuda para montar la casa conyugal. Tenían un departamento en la calle Platón, casi esquina con Ejército Nacional. Y ahora, en parte por culpa del padre, estaban pasando aceite y escatimando en detalles importantes de las reformas de la casa. No hace falta repetir las palabras exactas que usó la mujer de Tachi para decir apenas eso: escatimar. Por esa razón no sabían qué hacer con la cocina. Ahí, el motivo del viaje a España. Hora 4.55. Ella quería una cocina prediseñada, para ahorrar un poco, pero él, Tachi, prefería una cocina hecha a la medida de las necesidades de la futura familia. Por eso habían viajado a España: había IKEA y ella quería “conocer a las cocinas en persona”. También, porque tenían millas y tenían amigos en Madrid.
El suecomexicano, que confiesa no haber terminado ninguna licenciatura, es, decididamente, un experto en historia del diseño. La primera cocina prediseñada, le dice en complicidad a la esposa de Tachi, fue inventada por una mujer brillante: Margarete Schütte-Lihotzky. Juzgando por cómo pronuncia aquél nombre, es claro que Hans habla bien el alemán. Mi marido me mira con un puchero y los ojos entornados hacia arriba –yo le pellizco el hombro, acusando recibo de ese gesto que conozco tan bien y que significa: No me podría valer más madres. A ella, a la mujer de Tachi, sin embargo, le interesa mucho Margarete Schütte-Lihotzky. Pide más información. Su compañero de fila se la entrega -en torrentes-de un lado del pasillo al otro.
Hans y ella -hora 5.14, hora 5.42 del vuelo.
Bajo la persiana de plástico, estirando el brazo a través del espacio que ocupa el cuerpo de mi marido. La luz resplandeciente del Atlántico subraya el contorno arqueado de la ventana. Una punzada en el ojo derecho me advierte que esa luz es la que me dispara las migrañas. Trato de cerrar los ojos. Mi marido lee –dormita frente al periódico– y Tachi lee también.
Hans le pregunta a Tachi qué lee. Es una novela de acción -dice Tachi-sobre la situación de México. Eso dice: Una novela de acción sobre la actualidad de México. Supongo que en el fondo Tachi tiene algo razón. Las únicas novelas de la actualidad en México son de acción.
Hans, que también es experto en literatura, compara eso que dice Tachi con la obra de Kertész y la obligación de no quedarse callado frente al horror, luego habla del Horror Horror de Conrad. Después, de Dostoievski, Beckett y luego, incluso, de Platón -que por cierto es la calle en donde ella vive-dice Hans, condescendiente.
Ella sabe muy bien quién es Platón: A mí me gustan todos los escritores y filósofos, pero sobre todo Platón. Eso declara. Me gusta sobre todo Platón -alarga la o con esa afectación única de las niñas-bien mexicanas.
Hans nombra y se sabe muchos nombres. Le parece muy bien que los escritores mexicanos, todos, hablen del horror. Es nuestro horror, declara Hans. Es nuestro deber hablar de él con los instrumentos que tenemos. Eso cree Hans. La mujer de Tachi, presumiblemente, asiente y alza las cejas. Pero ninguno de los dos opina. En cuanto ella encuentra un hueco en la conversación -salta, aprovecha-y le pregunta a Hans sobre la relación entre las cocinas de Frankfurt y eso del taylorismo. Eso le había interesado mucho y quisiera saber más al respecto. Tal vez puedan contratar a un maestro albañil que les copie el diseño de las cocinas de Margarete Schütte-Lihotzky, con un ligero upgrade.
Trato de memorizar ese nombre imposible: Margarete Schütte-Lihotzky.
Tal vez haya sido así -como las cocinas de Frankfurt-la cocineta original de nuestro departamento rentado, en el último piso de un edificio en la Avenida Revolución. Es un espacio diminuto esa cocina, y un poco oscuro. Tiene una única ventana que abre hacia una T formada por dos calles perpendiculares, muy estrechas, atiborradas de negocios formales e informales. Más -en cantidad-informales que formales. Eso significa que la calle funciona no como un exterior sino como un interior: un mercado eterno, vertiginoso, techado con lonas rosas y azules, los pisos tapizados de chicles, gargajos, semillas, colillas, uñas, pelo, insectos, monedas de diez centavos, vastos archipiélagos de mierda de perro y rata. Originalmente, cuando las calles que bordean el edificio eran de veras calles, el edificio Ermita tenía la particularidad “porosa” -dice así una guía histórica de la ciudad-de abrir el espacio privado hacia el exterior y viceversa. En la planta baja había farmacias, cafés, negocios. El primer edificio entre funcionalista y decó de la ciudad, el primer proyecto de una clase media plenamente moderna y urbana. Teníamos, tuvieron - todos hemos tenido-un proyecto de felicidad. Nos mudamos ahí recién casados -muy jóvenes-porque un amigo nos había dicho que en ese mismo edificio había vivido Tina Modotti, aunque luego supimos que no era cierto, que Modotti había vivido en una casa colonial a unas cuadras de ahí.
¡Hank González!, grita Tachi. Agónica hora 6.57 del vuelo.
La conversación entre su mujer y Hans acaba de abrir una ventana para el intercambio de correos electrónicos y Tachi ha sentido una punzada de rabia o de terror. Apenas registran el aullido de Tachi -¡Hank González! ¡Así se llamaba el político! -y prefieren seguir deletreando sus direcciones electrónicas. La de ella es eternaduermevela@hotmail.com. La de él -tremendas coincidencias de esta vida a decir de ella-es despiertodormido@hotmail.com.
Sí era Hank González, le digo -suave codazo-a mi esposo. Pero está dormido.
También nos mudamos al Ermita porque ahí se abrió el primer cine sonoro de la ciudad y nos gustaba esa idea: vivir encima de una sala de cine. Había un proyecto ahí. No importaba que en realidad ese cine fuera desde hace veinte años sólo para adultos. Es decir, para cincuentones solos. No importaba, era un cine y eso era lo importante. Era un cine integrado al edificio pero separado estructuralmente de él por una caja de acero: una especie de caja de Schrödinger. Es decir, una caja hipotética -porque mientras cocinamos encima de ese cine, cogen escandalosamente como gatos varios actores y actrices todos a la vez. En realidad ni cogen ni cocinamos: ellos se calientan y nosotros recalentamos -pues en la pornografía no hay lugar para el sexo y en nuestra cocina no hay espacio para una estufa. Tenemos eso sí, un buen microondas.
El año pasado, mientras oíamos las aventuras seriadas del Savage Cowboy -un gringo que latiguea mexicanos a cambio de sus Juanitos (así les llama a sus miembros)- inventamos los huevos benedictinos de tópergüer -o tupperware-según se prefiera. Declaradamente, nos gustan, aunque sean con mayonesa y mi marido opine -ahora-que les pongo demasiada mayonesa.
La mujer de Tachi le sugiere a su nuevo compañero de viaje mostrarle los planos de su casa: tal vez a él se le ocurran mejores soluciones que a ellos, que a su marido en particular, debiera decir, pero por supuesto no lo dice. Mi asiento tiembla ligeramente - asidero momentáneo de la mujer, que ahora se levanta para sacar las maletas de arribita para compartir los planos de la casa con el suecomexicano. Le dice que parece sobre todo sueco y sólo un poco mexicano. Dice: pareces más sueco que mexicano. Luego le pide a su marido intercambiar asiento con Hans, pues va a ser engorroso estudiar los planos de la casa de un lado del pasillo al otro -no vayan a molestar a los pasajeros y los vaya a regañar la señorita aeromoza.
Tachi se muestra reticente -nunca viaja en la fila de en medio, alega, y a estas alturas ella lo debe ya saber.
Es por el bien de nuestra casita -argumenta ella, el diminutivo como una daga.
Hans se pasa a la ventana. Ella necesita quedarse en el pasillo porque no soporta imaginar el abismo que se abre detrás de la persiana plástica. A Hans le parece perfecto, porque nada le gusta más que la ventana. De hecho, si lo dejan sentarse ahí el resto del vuelo estaría muy agradecido porque nada lo conmueve más que ver la mancha urbana de la ciudad de México desde el aire, minutos antes del aterrizaje. Es tan -pero tanparecido a aterrizar en el agua. El suecomexicano les comparte un dato que sólo él considera fascinante: el primer mapa de la ciudad de México -todo agua, todo lagunasestá en una biblioteca en Suecia.
Aterrizar en la ciudad de México de noche es como posarse en un manto de estrellas - remata ella, muy muy dueña de sus palabras.
Ulpiano también habló del “derecho del marido”. A éste, si descubre que su mujer ha incurrido en adulterio, se le insta a divorciarse y se le recomienda indiciarla. El único caso problemático es el de la mujer adúltera menor de 12 años, dice el sabio y precavido romano, que por ser menor de edad, bajo la ley, representa una instancia ambigua. Pero ella, la mujer de Tachi, a pesar de su voz como de pajarito ansioso, no personifica en realidad el caso problemático que sugiere Ulpiano.
La primera recomendación de Hans, a la hora 7.00 del vuelo, es un comedor de Charlotte Perriand. Una sala tan amplia requiere un Perriand.
Trato de leer la primera página de la novela de Martin Amis que he elegido para el viaje -como si alguna vez hubiera conseguido leer poco más que dos o tres páginas en los aviones.
Tampoco es que Tachi se esfuerce mucho en salvaguardar el carácter eterno de su unión conyugal a la hora 7.04 del vuelo, hora en la que Hans ya se metió al cuarto matrimonial y está sugiriendo que la ventana sur del dormitorio se amplíe unos cuantos centímetros y que se utilicen ventanas corredizas.
Las primeras líneas de la novela de Amis son hermosas y muy tristes. Hablan de las ciudades -las ciudades de noche-cuando las parejas duermen y algunos hombres - dormidos-lloran y dicen: Nada. Pienso en los dientes de Martin Amis. Miro la boca ligeramente entreabierta de mi marido. Pienso que no sé bien cómo son sus dientes. Hace muchos años tuve una pareja que rechinaba las muelas mientras dormía. El comedor de Perriand es una obra de arte, asegura Hans, mientras lo reproduce en un dibujo. Rechina la punta del lapicero contra el papel -presumiblemente usa para sus dibujos la bolsita para vomitar en caso de turbulencia. Me producía cierta angustia el rechinido insistente de esos dientes en pleno sueño. A veces -incluso, injustificablemente-me enojaba mucho ese sonido: indicaba, me parecía, que ese hombre dormía en el fondo muy lejos de mí. Lo despertaba para preguntarle si se sentía bien. Nada, decía. Tiene razón Amis -dicen: Nada. Cierro la novela. La decisión está tomada: el comedor será un Perriand.
Hora 7.12 del vuelo. Tachi anuncia que va al baño.
Ella no dice nada.
Hans le ofrece a ella una menta -hora 7.13.
Gracias -dice ella.
Tachi camina al baño tal vez para lavarse la cara, tal vez los dientes, tal vez para orinar. Tal vez para llorar. Se va a desabrochar el botón y se va a bajar los pantalones. Así le enseñaron de niño. Tal vez creció rodeado de mujeres que preferían las tazas del baño limpias, sin salpicaduras. Aprendió a mear sentado desde muy niño. Cubre el asiento del baño con dos tiras de papel higiénico y se sienta sobre ellas -los dos muslos cayendo simultáneamente sobre la taza-para prensar el papel contra la superficie, que no se mueva ni un centímetro, no vaya a ser que su piel dé directamente con una gota ajena. Orina empujándose el miembro con los dedos índice, medio y anular hacia atrás. Unas pocas lágrimas nomás -más de coraje que otra cosa.
Mientras Tachi se está lavando las manos, Hans le pregunta a la mujer de Tachi por qué es que la familia desaprueba del joven matrimonio. Ella, por primera vez, se muestra un poco defensiva. Su padre no desaprueba, asegura. Es sólo que Tachi y su padre no están en buenos términos –tanto así que el padre le colgó el teléfono a ella la última vez que hablaron, después de decirle que su marido era un Pinche mayate. Ella confiesa que tuvo que buscar la palabra en la página de la RAE. Las dos definiciones eran: 1. Escarabajo de distintos colores y de vuelo regular; 2. Hombre homosexual. Supo que su padre se refería a la segunda. Pero prefiere ni pensar en eso. Mejor hablar del baño: ¿Tina o regadera?
Ulpiano escribe: “No es la cópula sino el afecto matrimonial el que constituye el matrimonio”.
Hans habla, a la hora 7.25, de sus sobrinos. Él tampoco es padre pero es muy buen tío, le asegura a ella. Los adora. Y también es padrino de una sobrina, hija de su hermana, que vive en Connecticut.
Ella repite: Connecticut.
No sé dónde queda exactamente Connecticut -pienso.
¿Dónde está Connecticut exactamente? -pregunta ella.
Hans dice que no importa, que Connecticut está lo suficientemente cerca de Nueva York. Porque cada vez que va a Connecticut se da su escapada a Nueva York. Tiene amigos ahí, en Brooklyn. Ella y Tachi conocen bien Nueva York, les gusta Times Square. Pero a Tachi no le gusta caminar mucho: se cansa. A ella en cambio le encanta caminar. A Hans también le encanta. De hecho, hizo el camino de Santiago el año pasado. Ella desea hacer eso algún día, pero con Tachi va a estar difícil. Hans asegura que no hay nada mejor que meterse a la cama desnudo después de un buen baño y una copa de vino tras un día entero de caminar por esos paisajes.
Tachi vuelve del baño. Hora 7.29. No se sienta -prefiere caminar un poco a lo largo del pasillo para estirar “mis patitas”.
7.30
7.31
7.32
El emperador Valeriano escribió, a la hora 7.33 del vuelo, en el año 258 después del nacimiento de Jesucristo, que la infamia cubre al hombre que se casa con dos mujeres a la vez. No es el caso de Tachi. Pero conoce la infamia, la palpa en la lengua, entre los dientes, la tiene entre las piernas.
7.34 horas de vuelo -10, 600 metros por encima del nivel del mar -hora en el lugar de destino: 3.23 am.
Levanto el posabrazos y coloco la cabeza en el regazo de mi marido -trato de dormir un poco. Siento, en el lóbulo de la oreja derecha, la costura de su cremallera -y en mi cachete, la leve erección de los dormidos. No lo veo, pero Tachi está parado junto a su asiento, reposando una mano en el respaldo del mío. Habla con su mujer. Ella pregunta cómo está. Bien, dice él, aunque le duelen las piernas. Ella pregunta si el chofer de su papá los recogerá en el aeropuerto. Por supuesto que sí, afirma Tachi, en eso habían quedado desde cuándo. Me tapo con la frazada hasta la frente. Repaso: aquí mi lengua - mi primero segundo y tercer molar - mi cachete - la mezclilla - la carretera metálica del zíper - el estampado a rayas del calzón - la punta tibia de su miembro - el asiento – el alfombrado - las diversas capas de metal - las entrañas de la nave - y luego, 10, 600 metros de vacío entre nosotros y la superficie del mar.
Y la luz blanca -constante-que el avión rasga como una tijera rasga una frazada. Tal vez me duermo un rato.
Para el desayuno -hora 10.41 -hay huevos benedictinos con mucha mayonesa. La azafata sevillana me despierta y yo despierto a mi marido. Me entusiasma la coincidencia. Él no la nota. Me sonríe -bosteza-y se talla los ojos enérgicamente con los talones de las manos. Comemos.
¿Por qué te llamas Tachi?, pregunta Hans -la boca llena de mayonesa -a la hora 10.43: la hora de las preguntas crueles.
¿Quién va a ir por ti al aeropuerto? -me pregunta mi marido.
Voy a tomar un taxi -respondo. ¿Y tú?
Viene por mí un amigo. Si quieres te llamo el domingo y nos ponemos de acuerdo para que no tengas que estar cuando yo vaya por mis cosas el lunes.
Como sea -digo.
Es un apodo, dice Tachi.
¿Pero por qué te lo pusieron? -insiste Hans.
Demasiada mayonesa -interrumpe ella. Ambos están de acuerdo.
Nomás, dice Tachi. Porque me llamo Ignacio y mi hermanita me decía así cuando éramos niños.
Ulpiano indica que tres condiciones se tienen que cumplir para que un matrimonio sea considerado legítimo: previo connubio; el hombre ha llegado a la pubertad y la mujer está en edad de tener relaciones sexuales; hay consentimiento de ambas partes.
Consentimiento de ambas partes.
Hora 11.03. La sevillana y otro azafato recogen las charolas.
Hora 11.17. La sevillana recoge los audífonos, que casi nadie abrió. Yo finjo que perdí los míos -que he guardado en mi bolsillo -por si acaso se ocupan luego.
Hora 11. 22. Inicia el descenso.
Hora 11.30. Tachi no quiere aterrizar sentado en la fila de en medio. Le da miedo, insiste. Hans ofrece cambiar otra vez de lugar. La ciudad amaneció lluviosa y nublada así que la vista aérea no va a ofrecer gran cosa de todos modos.
Hora. 11.45. Tachi y mi marido miran por la ventana en silencio. La ciudad cubierta por una nube espesa, lechosa.
La nave desciende -toca el piso-rebota ligeramente -vuelve a hacer tierra-avanza contra su peso-poco a poco frena -frena-hasta detenerse por completo.

Karina Pacheco Medrano - "Todo es un juego"

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Novelista, ensayista y cuentista peruana. En su obra siempre aparece un componente histórico, antropológico (ella es antropóloga) y político que cuestiona nuestra época, el mundo en que vivimos y el mundo en qué deseamos. Está considerada una de las voces más importantes de la narrativa peruana actual.
Este cuento pertenece al volumen "Lluvia" de 2014 (aunque en todos los sitios que he visto se menciona el libro como de 2018, hay una edición argentina fechada en 2014 y que no hace referencia a ninguna edición anterior).


SSolo teníamos que bajar los cinco peldaños de piedra y el juego comenzaba. Afuera, ellos nos esperaban. Hasta la noche roja, nunca tuvimos que aguardarlos. El pasto seco en invierno crujía como un canto ronco al recibir sus pasos, ese sonido nos guiaba hasta el lugar que hubieran elegido para mostrarse, siempre con trajes coloridos. A veces llegaban vestidos con nuestras ropas y se reían de nuestras caras. Podíamos saltar la soga durante horas, cada vez más rápido, levantando pasto y polvo como si un huracán hubiera despertado. ¿Por qué tanto polvo?, ¿por qué tanto polvo en esta casa?, luego preguntaba madre, pasando el dedo por encima de la mesa, olisqueando nuestras cabezas sudorosas de barro. Cuando sacábamos la pelota, aparecían por montones y nosotros apenas podíamos tocarla. Nos quedábamos boquiabiertos viéndola volar de unas manos a otras con la velocidad de una bala, hasta que el sol se desvanecía, avisándonos que, por ese día, el juego había terminado.
Pero a veces se extendía hasta la noche. Tú, Eleonora, los convocabas con silbidos para que nos contaran las historias de su mundo, que solamente nos ofrecían tras la celosía de nuestra ventana los días en que el frío era fuerte y madre no nos dejaba salir. Ese mundo nos aterrorizaba. Temblábamos al imaginar sus casas subterráneas, donde la única luz es la que se filtra a través de la raíz de los árboles; nos comíamos las uñas cuando hablaban de las profecías de los animales salvajes; nos parecía una pesadilla vivir como huérfanos eternos, sin haber conocido jamás a madres ni padres. Para ellos eso era lo natural y el terror era vivir encerrados en una casa, después en una escuela, y pasarse el día recibiendo órdenes. ¡Ni en mis peores pesadillas!, chillaba el más arrugado.
Estabas por cumplir doce años. ¿Cuál será el juego de mañana?, me preguntaste la noche previa. No podíamos adivinarlo. Madre te levantó temprano, se fue a hablar a solas contigo y de regreso me mostraste su regalo. Un sostén blanco con florecitas rosadas en los tirantes. Lo escondiste bajo el colchón y salimos a jugar. Saltaste la soga con todas tus fuerzas y nos ganaste a todos. Ellos te regalaron un reloj de oro muy antiguo. Le dabas cuerda y marchaba para atrás. Te lo colgaste como un collar, bajo tu blusa, y seguiste saltando. En tu pecho el tiempo también estaría saltando con su cadena de oro. Madre nos llamó a gritos. Sin darnos cuenta, nos habíamos alejado hasta parecer tres puntitos ante sus ojos. En casa, la familia y los vecinos ocupaban la sala, impacientes por cantar el cumpleaños y comerse la torta. Ya eres una mujer, pronunció el abuelo y se comió la cereza del pastel. Pero esa todavía no fue la noche roja.

Yo estaba pintando frutillas en la cabecera de mi cama. Me estaban saliendo muy bonitas. David me ayudaba sosteniendo la pintura. Tú querías verlos y saliste de puntillas, solo cubierta por tu pijama blanco. La puerta empujó un aire frío cuando la cerraste. No va a volver, sentenció nuestro hermanito, dejando a un lado el pote de pintura. No le hice caso, seguí pintando frutillas, muy atenta a que su color saliera intenso.
Por la madrugada regresaste, con el pijama rasgado, con la boca rota, balbuceando. Corrí a buscar a madre. Lo estás inventando, te dijo ella y salió de nuestra habitación enfurecida. Tú esperabas que volviera con la cabeza del monstruo en una pica. Pero volvió con las manos vacías. Él solo te ha dado una paliza, bien merecida por haberte robado el reloj del bisabuelo, afirmó. Insististe. Como si madre no viera los hilos de sangre que bajaban por tus piernas, te dio una bofetada y ordenó que no dijeras embustes. Te llevó a la ducha, con agua fría te bañó, repitiendo que de tanto salir por las noches te habías desbarrancado.
Esa tarde, el abuelo se marchó a vivir nuevamente en la ciudad.
¿Vamos a jugar?, te pedimos David y yo cuando vimos la sombra de sus pasos alejándose. Tú permaneciste estirada sobre la cama, temblando, sin fiebre, mirando el techo. Te dejamos. Con pesar bajamos los cinco peldaños de piedra. Era tiempo de lluvias y fue difícil rastrear sus pasos. Los encontramos sentados al borde del barranco. Eleonora no se ha hecho esas heridas aquí, nos dijeron. Nadie quiso jugar esa tarde. Nos dedicamos a arrojar piedras al abismo, tratando de contar cuántos rebotes daban hasta quedarse quietas. ¿Es cierto lo que contó Eleonora?, les pregunté. Se miraron unos a otros, el más alto no era más grande que David, que recién iba a cumplir seis años. Hicieron revolotear sus manos de seis dedos como si quisieran hechizarnos. Vuestro mundo es de te-te-terror, nos dijo el tartamudo. ¡Ni en mis peores pesadillas viviría allí!, chilló el más viejo.

Padre volvió de la guerra, cansado, callado, pero preguntó muchas veces qué te había pasado. Por la noche salió de casa sonámbula y cayó por el barranco, repitió madre. Una lágrima se deslizó por tu mejilla. Trajeron más médicos. Se habrá golpeado la cabeza, dijo uno. Se habrá asustado con la caída, hay que dar tiempo al tiempo, señaló otro. Ella tenía un reloj de oro que marchaba para atrás, recordó David. Madre lo miró como si estuviera loco. Tú quitaste la vista del techo y también lo miraste. Entonces te pusiste de pie, Eleonora. Voy a estar bien, dijiste.
¿Vamos a jugar?, te preguntamos en cuanto el médico se marchó. Negaste con la cabeza. Te quedaste mirando las frutillas, tan rojas, rojísimas, que yo había pintado en mi cabecera la noche en que te marchaste vestida de blanco y volviste rota.
Tampoco al día siguiente quisiste salir, ni al subsiguiente. A través de la celosía, ellos te deslizaban rosas. Madre dijo que por ese año sería mejor que no fueras a la escuela. En tus viejos cuadernos colocabas los pétalos de aquellas rosas y los guardabas en una caja de zapatos, bajo tu cama. Una tarde sacaste todos los pétalos secos de un cuaderno y los estrujaste con tus dedos. Cubriste tu cabeza con ese polvo carmesí, blanco, anaranjado, perla. ¿Qué haces?, te pregunté. Arrancaste una hoja del cuaderno y escribiste algo con lápiz. Para ti —me dijiste—, pero no lo debes leer hasta que cumplas nueve años. Aún faltaban tres meses. Cerraste la caja. Voy a tomar aire fresco, te escuchamos decir mientras salías. ¡No va a volver!, clamó David y se echó a llorar. Quise seguirte, pero me quedé atrapada en la madera del suelo.
Ellos tampoco volvieron. A veces, cuando de repente el viento levanta un remolino de polvo, el tiempo en el reloj da marcha atrás.

Edmundo Paz Soldán - "La puerta cerrada"

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Novelista, cuentista y ensayista boliviano. Es uno de los autores de la generación McOndo, la generación de escritores hispanoamericanos de la década de 1990 que reaccionaron contra el realismo mágico. Tes Nehuén identifica su literaturacomo como claramente realista, interesada por plasmar las diferencias de clase y las consecuencias de la pobreza en el progreso cultural de los pueblos.
Este cuento pertenece al volumen "Amores imprefectos" de 1998.


Acabamos de enterrar a papá. Fue una ceremonia majestuosa; bajo un cielo azul salpicado de hilos de plata, en la calurosa tarde de este verano agobiador, el cura ofició una misa conmovedora frente al lujoso ataúd de caoba y, mientras nos refrescaba a todos con agua bendita, nos convenció una vez más de que la verdadera vida recién comienza después de ésta. Personalidades del lugar dejaron guirnaldas de flores frescas a los pies del ataúd y, secándose el rostro con pañuelos perfumados, pronunciaron aburridores discursos, destacando lo bueno y desprendido que había sido papá con los vecinos, el ejemplo de amor y abnegación que había sido para su esposa y sus hijos, las incontables cosas que había hecho por el desarrollo del pueblo. Una banda tocó La media vuelta y el bolero favorito de papá. Te vas porque yo quiero que te vayas, a la hora que yo quiera te detengo y yo sé que mi cariño te hace falta y porque quieras o no yo soy tu dueño. Mamá lloraba, los hermanos de papá lloraban. Sólo mi hermana no lloraba. Tenía un jazmín en la mano y lo olía con aire ausente. Con su vestido negro de una pieza y la larga cabellera castaña recogida en un moño, era la sobriedad encarnada.
Pero ayer por la mañana María tenía un aspecto muy diferente. Yo la vi, por la puerta entreabierta de su cuarto, empuñar el cuchillo para destazar cerdos con la mano que ahora oprime un jazmín, e incrustarlo con saña en el estómago de papá, una y otra vez, hasta que sus entrañas comenzaron a salírsele y él se desplomó al suelo. Luego, María dio unos pasos como sonámbula, se dirigió a tientas a la cama, se echó en ella y, todavía con el cuchillo en la mano, lloró como lo hacen los niños, con tanta angustia y desesperación que uno cree que acaban de ver un fantasma. Esa fue la única vez que la he visto llorar. Me acerqué a ella, la consolé diciéndole que no se preocupara, que yo estaría allí para protegerla. Le quité el cuchillo y fui a tirarlo al río.
María mató a papá porque él jamás respetó la puerta cerrada. El ingresaba al cuarto de ella cuando mamá iba al mercado por la mañana, o a veces, en las tardes, cuando mamá iba a visitar unas amigas, o, en las noches, después de asegurarse de que mamá estaba profundamente dormida. Desde mi cuarto, yo los oía. Oía que ella le decía que la puerta de su cuarto estaba cerrada para él, que le pesaría si él continuaba sin respetar esa decisión. Así sucedió lo que sucedió. María, poco a poco, se fue armando de valor, hasta que, un día, el cuchillo para destazar cerdos se convirtió en la única opción.
Este es un pueblo chico, y aquí todo, tarde o temprano, se sabe. Acaso todos, en el cementerio, ya sabían lo que yo sé, pero acaso, por esas formas extrañas pero obligadas que tenemos de comportarnos en sociedad, debían actuar como si no lo supieran. Acaso mamá, mientras lloraba, se sentía al fin liberada de un peso enorme, y los personajes importantes, mientras elogiaban al hombre que fue mi padre, se sentían aliviados de tenerlo al fin a un metro bajo tierra, y el cura, mientras prometía el cielo, pensaba en el infierno para esa frágil carne en el ataúd de caoba.
Acaso todos los habitantes del pueblo sepan lo que yo sé, o más, o menos. Acaso. Pero no podré saberlo con seguridad mientras no hablen. Y lo más probable es que lo hagan sólo después de que a algún borracho se le ocurra abrir la boca. Alguien será el primero en hablar, pero ése no seré yo, porque no quiero revelar lo que sé. No quiero que María, de regreso a casa con mamá y conmigo, mordiendo el jazmín y con la frente húmeda por el calor de este verano que no nos da sosiego, decida, como lo hizo antes con papá, cerrarme la puerta de su cuarto.

Leo Perutz - "Pour avoir bien servi"

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Novelista, dramaturgo y cuentista checo aunque cuando falleció tenía la doble nacionalidad austrica e israelí. Es uno de los grandes de la literatura en lengua alemana de principios del siglo XX.
Este cuento de 1911 fue publicado en algunas antologías después de su fallecimiento. Desconozco quién es el autor de la traducción.


Escuché esta extraña historia hace algunos años en el salón de un barco de vapor francés que me llevaba de Marsella a Alejandría. Durante la travesía subíamos poco a cubierta debido al mal tiempo y teníamos que ver la manera de distraernos de alguna forma. De las opiniones y conversaciones que pude escuchar entonces, recuerdo sobre todo esta historia, la historia de un tal J. Schwemmer, ingeniero de Kiev, que, tras un largo y acalorado debate, tomó la palabra para rebatir la afirmación de que el médico no sólo tenía el derecho, sino casi la obligación de cortar por la fuerza los sufrimientos de un enfermo desahuciado.
No sé por qué me causó una impresión tan fuerte precisamente ese relato, que como se demostró bien pronto sólo guardaba una escasa relación con el tema de la discusión. Quizá porque en medio de la conversación trivial e insustancial aparecieron ante nosotros tan de repente dos seres pálidos y sufrientes, con labios temblorosos, contraídos por el dolor con una terrible autenticidad. Aún veo hoy ante mí la imagen de la mujer joven, veo cómo se recuesta cansada en su silla de ruedas y deja descansar casi con ternura los ojos temerosos y anhelantes sobre el jarrón verde de la chimenea. Y a veces oigo todavía en sueños el grito de su marido, suena espantoso y desgarrador en mis oídos, aunque en realidad yo no oí gritar a ese hombre, sino sólo la voz débil y quebrada de anciano de aquel señor Schwemmer de Kiev.
Esta es la historia de aquel viejo caballero, la cuento como él nos la contó a bordo del Héron, un poco más resumida quizá, pero estoy seguro de no haber olvidado nada esencial.
‑Yo vivía hace años en París. En una callejuela muy apartada de un suburbio, compartía un pequeño edificio de una planta con un antiguo compañero de estudios al que no había visto desde hacía muchos años y al que había tenido la suerte de encontrar en París. El se había doctorado en una universidad alemana, había publicado dos libros sobre historia del arte, y poco antes de contraer matrimonio había conseguido un puesto de director de una biblioteca condal. Era todavía un hombre joven, de unos treinta años, y sólo la desgracia de su mujer podía haberle cansado y envejecido tanto antes de tiempo.
"Su mujer estaba enferma. Tenía parálisis, había contraído una de esas enfermedades de los nervios que al parecer escogen a sus víctimas entre las personas agoradas mentalmente; ella había estudíado en su juventud medicina en Zurich. Durante el día solía estar sentada en su silla de ruedas muda y sin quejarse mucho, pero las noches, ¡esas noches! Una vez se puso a gritar de una manera tan espantosa que los dos hijos del portero echaron a correr aterrados calle abajo y no se atrevieron a volver a casa hasta muy entrada la noche. El médico y su marido trataban de consolarla lo mejor que podían en esas noches, le prometían que los dolores disminuirían pronto y que dentro de poco se recuperaría del todo, pero ella, la antigua estudiante de medicina, lo sabía mejor que todos nosotros, sabia que su enfermedad no tenía curación, que la resistencia de su joven cuerpo era inútil; que su hora tenía que llegar alguna vez, pero, y eso era lo grave, no demasiado pronto.
"Y su marido la quería. Su cargo, que sólo le quitaba unas pocas horas al día, se había convertido para él en una carga odiosa y molesta. Su profesión, que le había llenado y entusiasmado cuando era un joven estudiante ‑a todos nos había parecido casi enfermiza su pasion por los grabados antiguos y los manuscritos raros‑, su profesion había dejado de interesarle. En su despacho, en la calle, por todas partes le dominaba una sola idea: volver a casa rápidamente. En el fondo estaba todo el día pendiente de volver a casa con su mujer. Más de una vez me explicó el motivo de su inquietud. ¡Su mujer tenía una pistola! De cuando era joven, y la tenía escondida en casa, de eso estaba completamente seguro. Pero él nunca había logrado descubrir el escondite aunque había registrado muchas veces en secreto la vivienda. Cierto que estaba inválida y el arma se hallaba fuera de su alcance. "¡Pero una vez, imagínese, una vez intentó sobornar a la criada!"
"Cada vez que me contaba eso me ponía pálido de miedo ante la idea de que la enferma hubiese podido apoderarse del arma durante su ausencia. Aquella situación despertó dentro de mí el sentimiento, al principio leve y titubeante, pero luego cada vez más fuerte, de que casi sería mejor para los dos que yo hubiese sido el elegido por el destino para ayudar a aquellas dos pobres personas. Hoy sé, sin embargo, que cometí un crimen al no desechar aquel sentimiento. ¿Pues cómo se puede atrever una persona joven e ignorante a interferir con su manos torpes en el destino de dos personas cuyo pasado desconoce y cuyos deseos ocultos no imagina?
"Pero entonces yo era todavía joven e inexperto y estaba lleno de lemas no comprendidos y de ideas inmaduras, y mi pobre amigo me daba tanta lástima; apenas tenía treinta años y ya empezaba a tener el pelo gris. "Estas son las dos personas de las que voy a hablarles Rusas ambas, eso ya lo dije, ¿no? Tenían poco trato con la sociedad parisiense, pero tampoco me crucé con ninguno de nuestros compatriotas en su casa. A veces me daba la impresión de que la gente les evitaba. Un día alguien me contó que el hombre había delatado a un estudíante que era perseguido por la policía y que era un agente del gobierno ruso. Pero yo no daba mucho crédito a esa clase de noticias, pues de muchos de mis compatriotas que viven por algún motivo en el extranjero se cuentan historias semejantes; todos esos relatos fantásticos son más o menos parecidos.
"Y ahora quiero hablarles de aquel día que me convirtió en un criminal. Pues lo que yo cometí fue un crimen. Y del jarrón verde con el dragón chino de escamas rojas sobre el que estaban fijadas día y noche las miradas anhelantes y tiernas de la joven enferma. Y cuando les cuento los hechos de aquel día en el que no jugué un papel bonito, eso lo sé perfectamente, lo hago sin ninguna vergüenza ni arrepentimiento, pues de todo eso ya hace mucho tiempo, y ahora sé que no fui yo el culpable, sino aquella desdichada locura, aquella idea insensata de que yo había sido elegido por el destino para poner fin, con la mano firme del médico, al sufrimiento de la enferma y a la miseria del marido. Porque precisamente aquel día estaba más seguro que nunca, pues la joven había pasado una noche terrible y ninguno de nosotros había podido pegar ojo. Sólo al amanecer mejoró un poco su estado, su marido se fue agotado al trabajo, ella estaba recostada en su silla de ruedas, yo sentado enfrente de ella, pero ahora ya no recuerdo cómo surgió el tema de su juventud y de los años que había pasado en Zurich. "Le gustaría ver una foto mía antigua", preguntó, y cuando se lo pedí, reflexionó un instante y luego dijo con una voz que sonaba tranquila e indiferente: "Alcánceme el jarrón de la chimenea." Lo dijo completamente tranquila, pero a mí sé me subió la sangre a la cabeza, mis rodillas temblaban y de pronto supe que ése era el escondite tanto tiempo buscado de su arma. Y yo me puse de pie con dificultad y le llevé el jarrón y empecé a vaciarlo sobre la mesa, actuaba como en sueños y arriba del todo había una carta y un lazo rosa y otro verde claro, luego un abanico y un ramillete de flores marchito y finalmente las fotografías. Dos fotos de ella, luego el retrato de un hombre joven de rasgos bellos e inteligentes. "Ese es mi amigo Sacha", dijo ella, y entonces comprendí que ya estaba muerto sin que ella lo hubiese dicho. Y también encontré una foto de su marido, una foto que ya conocía y en la que aparecía retratado de estudiante entre sus compañeros, yo también me encontraba en la foto y pensé que la larga pipa de madera de estudiante que tenía en la boca me daba un aire un poco ridículo. Y después, abajo del todo, apareció la cajita con la pistola.
"Me temblaba la mano cuando extraje la cajita del jarrón pues veía que había llegado el momento de actuar, no tenía ninguna duda de lo que tenía que hacer. Yo quería, yo tenía que poner el arma en manos de la mujer enferma, aunque la estupidez de mis congéneres calificasen ese acto de asesinato y me pidiesen responsabilidades. Si nadie tiene el valor, yo sí lo tengo y haré un gran servicio a estas personas. Y me vinieron a la memoria unas palabras que había leído una vez sobre una vieja medalla francesa que decían "pour avoir bien servi". Me emocioné cuando pensé en el favor que iba a hacer a mi amigo y entonces oí la voz de su mujer que dijo fría y tranquilamente: "¡Deme la cajita, por favor!", y reuniendo todas mis fuerzas le dije: "¡Yo mismo se la abriré, señora!
"Cuando tenía la pistola en las manos me invadió de pronto un sentimiento de cobardía, todos mis planes se vinieron abajo y me aterró el servicio que me pedía la enferma. Era consciente de la responsabilidad que estaba asumiendo, y hubiese querido arrojar lejos de mí el arma en lugar de entregársela, y la mujer debió leerlo en mis ojos. Empezó a hablar, sonriendo triste y en voz baja. "Mire", dijo la enferma, "pensar en este arma era mi único consuelo en las terribles noches, mi único apoyo. A veces mi silla estaba tan cerca que casí hubiese podido tocarla con la mano. Una vez mi marido estuvo a punto de descubrir el escondite. Estuvo muy cerca del secreto. El corazón casi se me paró del susto". Y luego dijo de pronto, y de manera sencilla y escueta, sin rastro de patetismo en la voz: "Por favor, deme la pistola."
"Yo no lo habría hecho. Yo no le habría dado el arma, la hubiese arrojado lejos de mí al otro extremo de la habitación. Pero en ese momento vi venir a su marido por el jardín. Subía por el sendero de grava, despacio y cansado, arrastrando los pies y encorvado, un hombre destrozado, y cuando me saludó con un ademán tan viejo y serio volví a sentirme de nuevo como el cirujano que realiza el corte salvador con la mirada serena y mano segura. Ya no dudaba de lo que debía hacer, y mientras contestaba a través de la ventana al saludo del hombre, le alcancé a la mujer la pistola por encima de la mesa.
"Lo que sucedió después se cuenta rápidamente. De repente sentí un miedo terrible a lo que traerían los próximos minutos. "¡Todo menos verlo!", gritaba algo dentro de mí. "¡Todo menos tener que presenciar cómo levanta el arma, se la lleva a la frente y aprieta el gatillo!" Le di la espalda y me volví hacia la puerta. Entonces le oí subir las escaleras. Ahora abre la puerta. Saluda, me tiende la mano, viene hacia mí. Dos pasos, luego se detiene, se pone lívido y grita: "¡Jonás, Jonás, qué ha hecho usted!" Y. "¡Por lo que más quiera, quitele el arma, deprisa, Jonás, deprisa!"
"Yo hubiese podido hacerlo todavía. De un paso podría haber llegado hasta ella y haberle quitado la pistola de las manos. Pero me quedé en el sitio, apretando los dientes ¡Tienes que ser firme! ¡Ahora tienes que ser firme! Es el corte salvador. Yo soy un médico. Algún día me lo agradecerá. Pour avoir bien servi.
"El hizo algo extraño. En lugar de correr hacia ella y quitarle el arma, cayó de rodillas. Durante unos segundos reinó un silencio absoluto en la habitación, sólo se oía el castañeteo de sus dientes. Luego se puso a gritar aterrado‑ "¡No lo hagas María! ¡No lo hagas! Te juro que no fui yo quien escribió la carta, lo hizo el propio Sacha." Todavía lanzó un grito que me heló la sangre y de pronto exclamó dirigiéndose a mí con una mirada que no entendí: "Ay, Jonás, qué le he hecho yo." Luego ocultó la cara en sus manos. Y entonces sonó e disparo.
"Cuando se disipó el humo de la pólvora debí gritar como un loco, pues la mujer seguía sentada, indemne en su silla de ruedas, con la pistola humeante en la mano. Pero su marido estaba tumbado en el suelo sin moverse, ensangrentado, con la frente atravesada por una bala.
Yo estaba allí sin saber qué hacer. Trataba de explicarme lo que había sucedido, pero todo me daba vueltas. Me incliné sobre el muerto, su rostro estaba desencajado por el miedo, me pregunté dónde estaba, lo que significaba todo aquello, pero sólo me vinieron a la cabeza esas palabras absurdas sin sentido: "pour avoir bien servi", y entonces escuché la voz de la mujer enferma, que sonó fría y cortante y llena de odio cuando dijo:
"El fue quien entregó al pobre Sacha a los policías, el canalla. ¡Le agradezco que me ayudase, he estado esperando tres años a que llegase este momento!"

Jesús López Pchecho - "Lucha por la respiración"

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Novelista, poeta y cuentista madrileño. Enmarcado en la Generación del 50 su obra es reconocida dentro del la literatura social española de la postguerra.
Este cuento de 1958 pertenece a Lucha por la respiración y otros ejercicios narrativos de 1977 que recoge cuentos escritos entre 1950 y 1976 y estuvo inédito hasta la aparición de este volumen.


La placa de la parada tenía el esmalte saltado por los bordes, y el metal aparecía oxidado. Protegió sus ojos con la palma de la mano para comprobar el número del tranvía. El sol enrojeció las junturas de los dedos. Bajó la vista parpadeando. Descendió del bordillo de la acera, se adentró unos pasos en la calzada, y ojeó hacia el final de la calle. Brillaban algunos coches a lo lejos, lentos; los raíles, a la altura de la primera bocacalle, resplandecían como cristales. Dio un pequeño paseo y regresó a su puesto en la cola. Eran unas veinte personas, en una fila que serpeaba para salvar los alcorques de los árboles y el farol. Se inmovilizó de nuevo en la espera. Notaba el sudor correrle de vez en cuando por la espalda y el pecho, bajo la camisa: se la ahuecó con las dos manos al tiempo que se encogía juntando los omóplatos.
Estaba mirando al suelo fijamente cuando alguien habló.
—Ya viene.
La cola entera, casi unánimemente, descendió a la calzada deformándose en leves ondulaciones, pero sin deshacer el orden en que había esperado. El tranvía estaba lejos todavía, detenido ahora ante un paso de peatones cerrado. Un gran coche tocó levemente el claxon y pasó rozando a la cola, que se acercó de nuevo al bordillo en un movimiento brusco.
—¡Esperen en su sitio!
—¡Animal! —gritó una mujer de la cola hacia el conductor del coche, todavía asomado a la ventanilla⁠—. No les importa na de nadie. T’atropellan y siguen como si tal.
Se oyeron, superpuestas, otras voces de la cola.
—Y ahora vendrá lleno, como si lo viera.
—A lo mejor ni para.
—Si teníamos qu’hacer algo, digo yo. Es pa que cogiéramos un tranvía y lo volcáramos.
—Hacen falta más tranvías, eso es lo que pasa. Pero alguien s’estará chupando’l dinero.
El tranvía se acercaba rápidamente. Llegó el ruido de sus ruedas al pasar por las agujas de cambio. La cola se acercó de nuevo a los raíles, esta vez más tumultuosamente, apelotonándose. Una furgoneta y dos coches pasaron veloces entre el tranvía, a punto de detenerse, y la gente que se disponía a tomarlo. Luis avanzó resuelto: un coche frenó a medio metro de su mano levantada.
—¡T’esperas!
—¡Hombre, claro! ¡Estaría bueno! —⁠se oyó otra voz de la cola⁠—. Tienen la obligación, no vayan a creerse que los que no tenemos coche no tenemos derechos.
La cola se había convertido en un apretado grupo ante la puerta del tranvía. Se oyó el resoplido del cierre neumático: lentamente, las dos hojas de la puerta se plegaron al tiempo que el estribo bajaba. Luis estaba de los primeros, pero, cogido entre dos presiones laterales, permaneció unos segundos con el pie derecho en el estribo, sin poder subir. Al fin, la presión del lado izquierdo le ayudó a liberar el hombro contrario y logró agarrarse a la barra. Detrás de él bullían gritos, discusiones.
—¡Que nos vamos, señores! Suban aprisa —⁠dijo el cobrador.
La gente protestó. Aumentaron los empujones y, medio agachados algunos, logró subir una masa que taponó la entrada atascándose en ella. Manos crispadas se asían a la barra. Sonó el aire comprimido del cierre, y las hojas de la puerta comenzaron a desplegarse.
—Vamos, señores, suban, que no pue cerrarse la puerta. —⁠El cobrador estaba de pie en su puesto, con el busto inclinado sobre la barra de su reducto para ver a la gente⁠—. Que no caben más, hombre, ¿es que no lo’stá viendo?
El sudor le quemaba en la espalda como un gusano frío, interminable, repentino. Se encogió para abrirle paso bajo la camisa.
—Esta camisa tiene mangas largas y un bolsillo. No es como si fuera de las otras, las de verano; esta es una camisa de verdad… Creo que voy perfectamente decente con ella…
—Si usted quiere seguir dando clases en este colegio, tiene que venir bien vestido. Con un traje completo, como Dios manda.
—Pero…
—No hay pero que valga. Est’es un colegio respetable, y yo, como director, no puedo consentir que los alumnos reciban un lamentable ejemplo de falta de decoro en el vestir… Cobramos caro, es verdad, pero, a cambio, los padres que nos mandan a sus hijos pueden estar bien seguros de que tanto yo como los profesores seremos sus maestros, no solo mientras estamos dando las clases, sino en todo momento, por los pasillos, en las aulas… Eso está bien para hacer deportes, para ir de excursión, pero no para realizar la elevada misión de educador… Al colegio hay que venir correctamente vestido. Por hoy, me limito a reprenderle. Si se repitiera, la cosa sería distinta. Puede usted marcharse a su casa y…
—Pero ¿no doy las clases?
—¿En camisa? Ya se lo he explicado. Prefiero darles una excusa cualquiera, decirles a los chicos que se ha puesto usted enfermo… Le sustituirá el Sr. Rodríguez…
Luis insistió de nuevo.
—Cómprese un traje de verano fresquito y ligero. El calor no puede ser excusa para vestir mal.
Permaneció en silencio unos instantes, inmóvil, mirando al director; luego bajó la vista al cenicero de plata que había sobre la mesa y se despidió.
Al día siguiente fue al colegio con su traje de paño gris marengo. Al principio, por la calle y en el tranvía, la chaqueta la llevaba doblada al brazo; era demasiado incómodo, se le escurría continuamente y, si la sujetaba más con la mano y contra el cuerpo, el brazo le sudaba y la prenda se le arrugaba; tenía que ir pasándose la cartera cada poco de una mano a otra. Decidió llevar la chaqueta puesta, en parte también por el temor a que se le cayera el billetero del bolsillo interior o la agenda y la pluma estilográfica del bolsillo de fuera. Aquel curso no pudo comprarse un traje de verano. Al siguiente, tampoco. Esperaba podérselo comprar el próximo.
La placa de la parada tenía el esmalte impecable, con el número de la línea de autobuses nítido. A lo lejos, todavía brillaban un poco los raíles de la antigua línea de tranvías, medio oxidados ya.
El autobús se acercó pegándose a la acera hasta detenerse paralelo a la cola, que se concentró ante la puerta sin desordenarse demasiado. Se oyó el resoplido del cierre automático y, bruscamente, las dos hojas de la puerta se plegaron abriéndose. La cola se convirtió en un apretado grupo que se atascaba y solo dificultosamente conseguía subir. Luis, cogido entre dos presiones laterales, permaneció unos segundos con el pie derecho en el estribo, casi en el aire, sin poder avanzar ni retroceder. Ayudado por la presión de detrás, logró apoyar el otro pie en el estribo. El ruido del motor se hizo más intenso, como si el autobús fuera a arrancar.
—Vámonos. Que nos vamos, señores, suban.
Con un resoplido cortado, la puerta inició el cierre y volvió a plegarse. Gran parte de los que esperaban en la cola renunciaron a subir. Luis notó en la espalda casi frescor, mientras el borde de la puerta le comprimía un hombro en un nuevo amago de cierre. Empujó al de delante, casi vencido por la presión que le rechazaba hacia fuera. El autobús arrancó despacio.
—¡Eh, que m’está pillando! —⁠gritó.
Otra vez se oyó el resoplido de la puerta, el autobús en marcha ya. En un esfuerzo final, Luis consiguió pasar el hombro, y la puerta se cerró tras él, desplegándose. Oyó golpes a su espalda. Por el rabillo del ojo vio a un hombre que corría junto a la puerta del autobús golpeando el cristal con el puño, despeinado, sudoroso.
—¡No te digo! Si hay qu’estarse aquí hasta mañana pa que suban tos. —⁠Se repitieron los golpes. Luis vio la cara del hombre, muy próxima, enrojecida por la furia y la carrera⁠—. ¡Pero si no cabe un alfiler, leche! —⁠El cobrador se había vuelto hacia la puerta. Luego, volviéndose a los viajeros que esperaban para pagar, dijo⁠—: Le hacen perder a uno la paciencia, no sé cómo se las arreglan. ¡Vamos, pisa’l pedal y el que venga detrás que arree!
—No s’endónde quien meterse —⁠dijo una voz de mujer, sobre la cabeza de Luis.
—Qu’espere a otro, que vendrá en seguida.
Una voz, a su izquierda, comenzó a murmurar: «Sí, sí, en seguida…», pero el ruido del motor aumentó. El hombre que corría se convirtió en una figurilla gesticulante, ridícula, que estuvo a punto de caer por un tropezón. Le perdió de vista y, al instante, oyó un frenazo estridente. El autobús continuó acelerando.
Iba todavía en el estribo, con la espalda aplastada contra la puerta. Tenía la cabeza a la altura de la cintura de un hombre: le dolía el cuello en su esfuerzo por evitar que el codo se le clavara en un ojo. Allí abajo, a tres escalones de la plataforma, olía a sudor de pies, y en los dientes notaba el rechinar del polvo que entraba por la rendija de la puerta. Un frenazo y un leve viraje brusco le permitieron adoptar una postura casi normal en el espacio repentinamente ensanchado.
—Pasen al pasillo, señores, hagan el favor, qu’está medio vacío. —⁠El cobrador, que se había levantado de su asiento, le entregó el billete a un viajero por encima de las cabezas. Volvió a sentarse⁠—: ¡Qué gente! ¡Tien sitio y s’empeñan en ir como sardinas!…
Hubo un ligero avance en la masa de viajeros que iban de pie cerca de la segunda plataforma. Luis pudo subir al segundo escalón de la puerta. Ahora tenía la cara casi pegada al hombro del de delante. Por encima de él pudo ver una perspectiva de nucas y perfiles de la que sobresalía un bosque de brazos asidos a las barras horizontales. Carraspeó y respiró ruidosamente, aspirando con ansia. Una fría lagartija de sudor le recorrió la espalda, y se estremeció encogiéndose a duras penas para separar la ropa de la piel. Notaba la manga izquierda de la chaqueta retorcida, la hombrera apelmazada y carnosa contra la oreja, como una compresa. Pasó, quizá desde la rendija de la puerta, una vaharada de aire quemante con olor a monóxido de carbono. A la derecha, junto a las ventanillas posteriores, navegando sobre las cabezas, iban dos almidonadas cofias de monja, cegadoras de blancura.
Detrás del cobrador, en el cajetín donde estaban los nombres de calles y el número del trayecto, se produjo un chispazo y una breve llamarada. Comenzó a salir humo y se extendió un agrio olor a quemado.
—Por el humo se sabe dónd’está’l fuego.
La voz fue recibida con una risa general.
—No es na, señores. Debe ser una bombilla qu’ha’stallao. Algún cable. No es na, señores, tranquilícense.
—Nos han puesto calefacción.
—¡Sardinas al martirio!
—¡Yo me bajo!
—Y yo, pero ¿por dónde?
—No, mujer, tú, quieta, tú, tranquilita. Si fuera algo, el cobrador no s’estaría ahí sentao, como si tal.
Alguien forcejeaba con una ventanilla, intentando bajar el cristal.
—¡Eh, oiga! —El cobrador se puso de pie⁠—. ¡Golpes, no, que la v’a romper!
—¡Que se rompa! ¿Por qué no baja el cristal?
—¡Tie razón el señor! —se oyó una voz de mujer⁠—. No hay derecho, vamos, con esa humarea del motor y, encima, el incendio ese…
—¡Está’stropeá, señora, por eso no baja!
—¡Pues que l’arreglen, coña!
Las cabezas se volvían hacia el lugar del que salía cada nueva voz, hacia la ventanilla, hacia el cobrador.
—¿Y a mí qué me dice? ¡Protes’t’usté arriba! —⁠replicó el cobrador.
Hubo un bandazo y un acelerón que callaron a todos; el frenazo inesperado que siguió hizo a la masa de viajeros inclinarse hacia delante, al tiempo que nuevos brazos se alzaban en busca de las barras y se unían, en sus manoteos de náufragos, a los que la sorpresa había hecho aflojar los dedos descuidados. La parada, quizá debida a algún inesperado rojo de semáforo, duró solo unos segundos, y en seguida se oyó de nuevo el motor acelerando, se repitió el vaivén del cambio de marcha, y nuevas vaharadas de aire caliente y humo envolvieron a los cuerpos traqueteados, sin aliento. Aminoró la marcha y se abrieron las puertas.
Habían llegado a otra parada. Luis sintió las manos de los nuevos viajeros en su espalda, empujándole con la misma violencia con la que él había empujado al subir. Notó algo duro en la rodilla izquierda, pero no llegó a hacerle daño. Miró hacia ese lado, y vio a un militar, un sargento. Las cofias de las monjas estaban ahora delante, a menos de un metro, y él se resistía ya a ser empujado hacia ellas. A su espalda rebullían los nuevos cuerpos en busca de esa mutua incrustación a que los obligaban día a día los transportes urbanos. Fue impulsado con fuerza irresistible, y su nariz se aplastó contra un brazo de mujer asido a la barra. Era un brazo desnudo, muy moreno. Consiguió separarse, giró un poco y, entonces, le llegó un olor a sudor al tiempo que descubría la axila afeitada. Casi no podía ver otra cosa. Fugazmente, en los momentos en que ella, hablando, volvía un poco la cabeza hacia alguien que él no podía ver, Luis vislumbraba el perfil de una boca con mucho carmín, el rabillo pintado de una ceja, los párpados azules, las pestañas pringosas con diminutos grumos de rimmel. Sobre el labio superior pudo distinguir, contra el sol que daba en un cristal, pelillos rubios con una pequeñísima gota de sudor cada uno.
—… y entonces va y me dice: Pili, estará usted contenta, ¿eh? Y yo le digo: ¿Contenta? ¿Cree usted que con lo que me han subido tengo para vivir? ¿Sabe lo que han subido las patatas?
La risa de la otra mujer le llegó primero como una vibración a su izquierda.
—¿Le dijiste eso?
—¡Mujer, ya sabes! Con esas mismas palabras, naturalmente, no, pero se lo dije, vaya si se lo dije… ¡Claro, como él es Don Gaspar y trabaja, si es qu’es trabajar lo que hace, en tres o cuatro sitios a la vez! Además, tiene acciones…
Por el túnel de cabezas y brazos, que empezaba en los pelillos rubios y sudorosos del labio superior de la mujer, probablemente secretaria, a la que habían subido el sueldo, y terminaba en el cristal de una ventanilla, Luis veía pasar fachadas de edificios, ventanas y ventanas, balcones de hierro, balcones de piedra:
COMPAÑÍA DE SEGUROS - una cariátide - VETERA - un autobús de dos pisos en dirección contraria: SABIENDO IDIOMAS (el mundo es suyo, recordó) - Un camión con un gran caballete cargado de cristales y espejos en los que vio la parte alta de su propio autobús y un trozo de cielo con nubes - OKAL - El gigantesco emblema del yugo y las flechas (Un autobús es una unidad de destino en lo municipal, pensó) - Una bailarina flamenca - Un cartelón de cine con una pistola descomunal, recién disparada, humeante todavía - TODOS…
—No —dijo la otra mujer contestando a algo a lo que él no había prestado atención.
—Pero ¿es que no se puede abrir ninguna ventanilla? ¡Cobrador! —⁠se oyó en la parte de atrás⁠—. ¡Aquí se está quemando algo!
—¡Otro! —dijo un hombre. Fue un «otro» especial, con un leve retintín de cachondeo castizo y sadomasoquista que provocó, instantánea, irresistiblemente, la complicidad de un coro de risas.
—¡Inocente! —reforzó sin necesidad ni gracia otra voz.
—Está’stropeá, caballero. ¿No l’oyó antes?
—He subido en la última parada. Pero ¿por qué salen al servicio los coches estropeados?
El cobrador golpeó la mesita con una columna de monedas envuelta en papel.
—Eso dígaselo usté a los téznicos, a mí no me tie que decir na.
—¿Cómo que no? ¿Voy a tener que ir a decírselo a la compañía?
—Por mí, pue usté decir misa.
—De cachondeo, nada, ¡eh! No se ponga a decir tonterías.
—Si es qu’es verdá —dijo una voz de mujer⁠—. Con la humarea qu’arma ese motor…
—El único que aquí dice tonterías es usté…
—¡Halaaa! ¡Sin faltar, hombre, sin faltar! ¡No echen las patas por alto!
—¡Usted sí que las dice!
—¡Venga, venga, no vayan a liarse por nada, que no es para tanto! Este hombre no puede hacer nada ahora…
—¡Y que lo diga! ¿Qué culpa tengo yo? A mí me dicen: A salir con el coche. ¿Y qué voy a hacer? Pues salgo.
—Bueno, será mejor que me calle, porque si no…
—No se preocupe, que ya subirá otro en la próxima parada que proteste por usted.
Las risas, desganadas, fueron interrumpidas por una curva, que el autobús tomó a demasiada velocidad. Luis, que había podido sujetarse a tiempo a la barra, fue el único cuerpo de su zona que se mantuvo casi vertical.
—Este conductor es genial: cada vez que se arma jaleo, lo resuelve con un bandazo o parando en seco, como antes.
Luis aprovechó el desahogo para avanzar un poco y pagar. La secretaria había pagado ya y seguía hablando con su compañera en el pasillo, cerca de la plataforma central. Al intentar avanzar un poco más, prensado de nuevo entre los otros cuerpos, se detuvo: una esquina dura se le había clavado en el cuello, cerca de la oreja izquierda. Antes de volverse ya sabía lo que era: una cofia de monja.
—Me venden el piso, chico.
Lo dijeron a su espalda. Ante él notó un removerse de varios cuerpos, y las cofias de monja desaparecieron hundiéndose; una mujer y un hombre se alzaron ocupando el sitio que habían dejado las monjas. Entre los cuerpos, vio ahora la blancura de las cofias sobre el respaldo de un asiento doble.
—… sacar dinero de donde sea, no sé, porque lo qu’es ahorrar del sueldo. Llevo treinta años trabajando y no he podido ahorrar ni un céntimo.
—El médico —oyó a su espalda.
—Ah, ya.
—No, no: el otro.
—Aaah, ya decía yo, claro, qué tonta.
Se dio cuenta de que la cartera le colgaba de la mano derecha. Movió los dedos para despegarlos unos de otros y del asa. A continuación la cambió de mano y se agarró a la barra con la otra. Sintió el frescor del metal en sus dedos martirizados, con aristas. Cerró los ojos.
(—… del veraneo, este año habrá que despedirse, porque la ropa se ha puesto por las nubes. Y los alquileres, no digamos. Ah, oyes, ¿pero tú sabes cuánto me pedía el alemán?).
(—¿Cuánto me pagará? —le preguntó al director. No era culpa suya el haber entrado fumando en aquel despacho).
(—… que parece que todos los chalets se los están comprando los alemanes).
(Le había llamado él asomándose al pasillo. Acercó la mano al cenicero de plata y, por primera vez, dejo caer en él un diminuto cilindro de ceniza).
(—Pero no hay nada que hacer, nada, te lo digo yo, esto no tiene arreglo).
(—Como es usted licenciado en Química, dar las matemáticas no le costará trabajo; al fin y al cabo, está más cerca de lo suyo que la Historia… Solo serán tres horas más a la semana…).
(—Progresar, progresamos, hombre. Esto antes era una línea de tranvías renqueantes.
—Pero los tranvías no echaban humo).
(—¿Cuánto me pagará? Es lo único que me importa. Estoy comprando un piso y me caso el año que viene).
(—Donde esté un autobús, que se quite un tranvía).
(—Hombre, enhorabuena).
(Oyó la cifra. Aplastó el cigarrillo casi entero).
(—Y los antibióticos, que te cuestan un riñón, como yo digo, que no se sabe si es mejor el remedio que la enfermedad).
(—Daré las matemáticas también).
(—No, nunca, en mi vida, te lo juro, te lo puedo jurar. Como tú quieras, sí).
(—Daré las matemáticas también, de acuerdo).
El día no se había nublado: era un hombre alto que se había puesto delante de él. Un bandazo del autobús le arrojó hacia un lado y el sol volvió a darle en los ojos, cegándole. Pudo avanzar un poco girando para pasar al otro lado de la barra. Volvió a cambiar de mano la cartera. El autobús estaba frenando.
Apenas se había puesto en marcha tras la parada cuando se oyó una voz en la plataforma trasera. —¡Cobrador! ¡Esta ventanilla no se puede abrir!
—¡Otro! —dijo el gracioso.
—¡Inocente! —reforzó el aprendiz de gracioso entre las risas.
Desde donde estaba, a la entrada del segundo pasillo, Luis solo podía oír los gritos, las risas, fragmentos de frases. Pero una palabra del cobrador o de algún viajero le bastaba para imaginar el resto. Alguien le tocó en el hombro al tiempo que oía su nombre. Era un compañero de estudios. Se saludaron por entre las cabezas; los cuerpos que los separaban se esforzaron por apartarse para facilitar su reunión.
—Ya ves, como siempre.
—Ten cuidado con las monjas —⁠le susurró.
—¿Qué tienes contra la Iglesia?
—Pues que más de una vez han estado a punto de dejarme tuerto con la punta de una cofia. Para bajarse tienen que pasar a tu lado.
—Bueno, ¿y tú?
—Bien, tirando. Dando clases. ¿Tú no dabas clases también?
—Sí, pero solo al principio. Era una pérdida de tiempo. Ahora me han concedido una beca para los Estados Unidos. Me voy en septiembre. Quizá me quede allí como profesor luego. Cuatro años de opositor son demasiado. Estaba harto. Y mi padre también estaba harto de darme dinero.
En la plataforma posterior, la discusión arreciaba. Con el autobús detenido en una nueva parada, los gritos e insultos, más violentos que las otras veces, le llegaron con claridad por unos momentos.
—Aprovecha y pasa adelante.
Avanzaron por el segundo pasillo. Era imposible no leer el cartel que había enfrente: PROHIBIDO HABLAR CON EL CONDUCTOR.
—Oye, ¡si es mi parada! Me bajo aquí. Adiós.
—¿Tomas siempre este autobús?
—Sí, todos los días. A esta hora. ¿Y tú?
—Solo de vez en cuando. Ya nos veremos.
Una mujer gritó en la plataforma trasera. Luis estaba bajando mientras el cierre neumático de las puertas resoplaba ya. Se volvieron a plegar para dejarle paso. El conductor se había levantado y miraba hacia atrás.
—Pero ¿se pue saber qué coños pasa ahí? —⁠fue lo último que oyó.
Se volvió a mirar. Con ademanes bruscos, el conductor se sentó, maniobró las puertas, metió la marcha violentamente y el autobús arrancó de un tirón.
A través de los cristales de la ventanilla trasera, Luis vio brazos levantados agitándose, y, por encima de todos, la silueta del cobrador, de pie, gesticulante. El humo del autobús acelerando parecía un rabo peludo.

Dahila de la Cerda - "Que Dios nos perdone"

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Cuentista y ensayista mexicana. En su obra indaga sobre el feminismo, el racismo, el clasismo y la transfobia dentro de alguno de los feminismos.
Este cuento pertenece al volumen "Perras de reserva" de 2019.


¡Ay, Dios mío santísimo! ¡Nosotras cómo lo íbamos a saber, joven! ¡Mijito, parecía un muchacho! Traía una cachucha, uno de esos aretes en el labio y una lágrima tatuada en el ojo izquierdo. Eso sí, llevaba muy planchadito su pantalón café, con su rayita en medio. Pensé en su mamacita, en su santa madre. Un muertito no nomás es un difunto, es el hijo, el hermano, el padre de alguien. ¿Te fijas que, cuando se te mueren tus papás, te dicen «huérfana», y cuando tu esposo pasa a mejor vida, eres «viuda»? Perder un hijo no tiene nombre. ¡Pobre de su madre, no dejo de acongojarme por ella! Lo natural, la ley de Dios, es que a una la entierren sus hijos, no al revés.
La hubieras visto: lloraba con el cuerpo bien agarrado y le gritaba que se levantara. Luego se nos fue a los golpes y nos gritó: «¡Sí robaba, pero no era una mala persona!». ¿Usted cree, mijito? ¿Nosotras cómo íbamos a saber si era una buena o una mala persona? Nomás lo vimos ahí con el machete, y, de que lloraran en su casa a que lloraran en la nuestra, pos mejor allá, ¿qué no? Esa noche hacía hartísimo frío. Mis hermanas y yo acostamos a dormir a mi mamá. Ella ya no camina, padece de pie diabético y es ciega. Es que, imagínate, ¡tiene noventa años! Ya está muy malita. Después le dimos de comer a Zapatitos, nuestro gato, y nos preparamos un cafecito de olla con harta canela y unas conchas de chocolate y nata.
Estábamos acabando un trabajo. Acá en la colonia cada 12 de diciembre se organizan primeras comuniones comunales y esta vez nos tocó a nosotras hacer los vestidos de las chamaquitas. Quince vestidos de raso blanco con encaje y velo. Les bordamos con hilo dorado una paloma blanca de pura lentejuela y chaquira; queda bien bonita, aunque es muy cansado. Trabajamos como costureras y así nos ganamos nuestro dinerito. Andábamos en la bordadera y oímos un ruido en el patio. El Toby empezó a ladrar. Mi hermana Emilia fue a asomarse. «Anda un cabrón en el patio», nos gritó.
Vivimos en una colonia conflictiva y aquí son comunes los robos y los asesinatos. Nosotras llegamos cuando todavía no había nadie. Habitamos toda nuestra infancia y juventud por allá en el Centro Histórico. En aquellos tiempos había decenas de vecindades. Un día vino un señor muy trajeado, se presentó como representante de gobierno y nos alegó que iban a comprar esas fincas y que nos teníamos que ir. Mi papá se hizo de un terrenito por acá. En ese entonces era un ejido. Era puro monte y si acaso había una o dos casas construidas con lo que se pudo, cartón, lámina, ladrillo viejo. Poco a poco mi papá fue fincando y nos hicimos de una casa digna. Luego llegó otro trabajador del gobernador y nos informó que nuestros terrenos no eran nuestros porque la persona que nos los vendió no era dueña de nada; nos querían desalojar. Los colonos nos organizamos y resistimos y aquí estamos. No nos reconocen todavía como colonia, nos llaman que «asentamiento irregular». Y por lo mismo no tenemos acceso a servicios, no hay luz eléctrica ni agua ni alcantarillado. Todo lo que ves de luces y drenaje lo han puesto las inmobiliarias que se adueñaron de las tierras vecinas y construyeron pajareras y edificios multifamiliares.
La colonia, así le decimos nosotros, se fue poblando. Se empezaron a fincar casas cada vez más chiquitas y se dejó venir gente muy fea de modos. Familias sin valores morales, cholos y señoras de reputación dudosa. El gobierno no manda patrullas para cuidarnos porque no estamos municipalizados, por eso hay robos y drogadictos en las esquinas. Las inmobiliarias no se hacen responsables de la inseguridad, dicen que ya bastante han hecho con pavimentar y alumbrar las calles. Vivimos a la buena de Dios.
No era la primera ocasión que allanaban nuestra casa. Por ahí de enero un señor al que unos vecinos querían linchar por ratero se brincó a nuestro patio y agarró a mi hermana Martha de rehén. Quedamos ariscas. Por eso, cuando Estela gritó que había un cabrón afuera, fuimos corriendo a la cocina, que está pegada al patio. Y sí, joven, ahí lo vimos. Te digo, tenía toda la pinta de un cholo. Playera aguada, los pantalones de esos pescadores. Pos que le decimos: «Vete, mijo. No queremos problemas, somos unas señoras solas; tócate el corazón, mijo, ¿qué no tienes madre?». No entendió razones. Y que se nos deja venir, ¿y cómo ves que traía tremendo machete en la mano?
Estamos hartas de vivir rodeadas de violencia, pobreza y robos, por eso me da tristeza pasar por el Centro y ver centros comerciales lujosos y cotos donde fue nuestro hogar. Me da tristeza que nos despojaran de nuestras casas por ser morenos y de pocos recursos, porque por eso fue. El gobierno lo llamó «saneamiento del Centro Histórico»; la mera verdad es que nos querían correr por feos y pobres. Y uno, aunque pobre y de tez humilde, tiene derecho a la vivienda. Acá en la colonia, tú la miraste, nuestra casa es sencilla, pero digna. Tenemos un patio grande con muchas plantas y espacio para nuestros animalitos. ¿Viste que criamos gallinas y cóconos y que también hay una cocina espaciosa y cuatro cuartos? Pues con trabajo y esfuerzo nos hicimos en familia de nuestras cositas. Las constructoras y el gobierno son los culpables de la violencia; construyen casas inhumanas: viviendas de dos recámaras y un baño, y de apenas cuarenta metros cuadrados.
¿Sabes cuánta gente vive ahí? Hasta diez personas. Los muchachitos mejor agarran para la calle y acaban en una esquina. Por eso nos dio compasión y le rogamos: «Mijo, agarra juicio, por san Judas. Vente, te invitamos cenar. No vayas a desgraciar tu futuro por una pendejeada». No nos escuchó.
Aquí nos miran como presa fácil de los delincuentes porque no tenemos hombre que nos cuide. Mi papá murió hace veinte años de cáncer y luego mi mamá cayó enferma de diabetes, y nosotras renunciamos a hacer vida matrimonial para dedicarnos a cuidar lo más sagrado que una tiene, que son los padres. Se nos fue la juventud en ver por ellos, en cuidarlos, y nunca nos casamos; somos las quedadas de la colonia. Quizás por eso decidió meterse a nuestra casa y verdad de Dios que no queríamos perjudicar a nadie, pero se nos dejó venir con el machete, y aunque le gritamos: «Mijo, no, mijo, llévate lo que quieras», estaba como en otro planeta. Mi hermana le dio un sartenazo en la mera chompa. Yo entré en crisis, agarré otra sartén y le hice la segunda. Le dimos como diez sartenazos en la cabeza, hombros y espalda. Se cayó al piso. Mi otra hermana estaba fuera de sí, solo nos miraba llorando. Ya cuando vimos que estaba ahí, en el suelo, sin moverse, llamamos a la policía.
Nos fuimos a la sala y seguimos tomando café y pan para el susto. Nos daba miedo que se fuera a levantar. Llegó la policía y una ambulancia. Les contamos lo que pasó. Cuál va siendo nuestra sorpresa que nos informan: «La muchacha ya no cuenta con signos vitales». «¿La muchacha?», les preguntó mi hermana. «La muchacha que se les metió a robar», nos contestó el oficial. Híjole, mijo, se me rompió algo por dentro. Yo jamás pensé que fuera una chamaca, ¡te juro que parecía un cabrón! Ya nos acercamos, y sin cachucha sí, sí era una jovencita. Traía su cabello recogido con unas trenzas. Su cabeza, ay, no, sobre un charco de sangre. Tenía los labios ya moraditos. Pobrecita, sabe qué habrá vivido para terminar en esos pasos. Vino su mamá y ya luego te digo que se nos fue a los golpes. Su hermano nos amenazó.
Los vecinos se amontonaron afuera de la casa. Entre gritos el Semefo se llevó el cuerpo de la jovencita y a nosotras nos trasladaron al Ministerio Público. Nos dejaron salir al día siguiente: comprobamos que actuamos en legítima defensa. Nos absolvieron. A mí lo que me preocupa es Dios. Una cosa es que nos perdone la justicia humana y otra no tener un castigo divino. Ya le hicimos un novenario a la muchachita y organizamos todos los rosarios de la Morenita en tu humilde casa. También les regalamos los vestidos a las jovencitas de las primeras comuniones y le pedimos a san Judas que interceda por nosotras ante nuestro Padre Dios, ¿crees que nos irá a perdonar?

Rumena Bužarovska - "Mi marido, poeta"

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Cuentista y ensayista macedonia.
Este cuento pertenece al volumen "Mi marido" de 2014.
La versión es la de Krasimir Tasev.


Conocí a Goran en un festival de poesía. El cabello había empezado ya a encanecerle; ahora lo tiene completamente blanco, y él alberga la ingenua esperanza de que eso forme parte de su «flamante sex-appeal», según me comentó una vez. Lo dijo en broma, claro, pero tengo la sensación de que lo piensa de verdad. En aquella ocasión me dieron ganas de preguntarle si también formaban parte de ese «flamante sex-appeal» el pelo raleado o el cuero cabelludo teñido, con un brillo de cera derretida y solidificada, pero me contuve: él no soporta las críticas. Se cabrea con facilidad, y cuando está cabreado se vuelve intratable durante varios días, y hay que dar una muestra de humildad para que deje de ser insoportable, como por ejemplo recitar de forma «espontánea» algún verso suyo.
Hace poco se enfadó conmigo porque me negué a leer los poemas que él había compuesto la noche anterior.
—Ahora no tengo tiempo, dejémoslo para mañana —le dije.
—¿No tienes tiempo para leer tres poemitas? —Percibí la ira en su voz y en seguida me arrepentí de haber rechazado complacerlo. Pero ya era tarde. Cualquier cosa que hubiera dicho habría sido un error. Por eso guardé silencio —. ¡Anda, vete a empollar! —gruñó, y salió con un portazo.
«Empollar» es la palabra que suele utilizar al verme preparando mis clases para el día siguiente. Es decir, en su opinión, si yo realmente supiera de historia, no necesitaría prepararme las clases. «El que sabe, sabe», sentenció un día, mirándome con insolencia a los ojos.
En cuanto a sus poemas, malditas las ganas que tengo de leerlos, y mucho menos de oírlos, pero a veces no me queda otra que pasar por el aro. Cuando todavía estábamos enamorados y no teníamos hijos, a veces, después de hacer el amor, mientras yacíamos sudorosos y jadeando, él me susurraba sus versos al oído. En ellos siempre hablaba de flores, de orquídeas —porque le recordaban «a coños»—, de vientos del sur, de mares, pero también sacaba a colación ciertas especias y tejidos exóticos, como la canela o el terciopelo. Cosas como que yo tenía un sabor a canela, la piel de terciopelo y los cabellos con aroma de mar. Esto último no es cierto: lo sé porque un día mi madre me confesó que mi pelo olía mal. No obstante, en aquellos momentos sus palabras me excitaban muchísimo. Yo ardía en deseos de hacer el amor otra vez, pero a menudo él no podía corresponderme en seguida, de manera que me veía obligada a evocar más tarde las imágenes generadas por sus palabras para reavivar la pasión.
Ahora ya no hace esas cosas, gracias a Dios. Estoy tan harta de su poesía que no me quedan ganas de leer ni un solo verso suyo, y mucho menos de oírlo recitar. Desgraciadamente, lo último no lo puedo evitar, mal que me pese, porque, como ya he dicho, Goran se enfada con facilidad y las peleas con él no me hacen ninguna gracia, sobre todo si se producen delante de nuestros hijos. Desde que dejamos de hacer el amor con tanta frecuencia, le dio por leerme sus poemas en voz alta en lugar de dármelos para que los leyera por mi cuenta. Viéndolo de pie en medio del salón, bajo la intensa luz de la araña que le acentuaba la nariz bulbosa y la tez desaseada, poco a poco me fui dando cuenta de que, en realidad, su poesía no era tan buena. Muchas veces no se refiere a otra cosa que no sea el proceso de la propia escritura. Creo que eso lo excita muchísimo. Hasta sexualmente.
He aquí una muestra:

Ella trae
aromas de otoño
disueltos
como gotas de lluvia en los ojos
las palabras
hacen mía
esta canción

Tal vez no sea el mejor ejemplo, pero es el único que me sé de memoria, puesto que los últimos versos —«las palabras / hacen mía / esta canción»— son los que a veces le recito «espontáneamente» para que se le pase el enfado. O, mejor dicho, los canturreo, lo cual le resulta particularmente halagüeño, porque siempre acarició el sueño de que algún compositor le pusiera música a sus versos. No es capaz de entender que sería una empresa imposible. A sus poemas les falta ritmo y, muchas veces, hasta sentido. No son más que frases huecas, borroneadas en versos sin pies ni cabeza, con el único objetivo de que el ignorante, al encontrarse con palabras exóticas como canela o terciopelo, los considere el no va más.
¡Dios mío, qué tonta fui! ¡Parece mentira! Es que no me lo puedo perdonar. Me refiero a cómo nos conocimos. Ya he mencionado que sucedió en un festival de poesía. Yo estaba allí en calidad de traductora, ya que, antes de llegar a profesora de Historia, de vez en cuando hacía traducciones para ganar algo de dinero. Una noche, en el vestíbulo del enorme hotel donde estábamos alojados todos los poetas y traductores, nos reunimos para cantar. Ahora sé que todos aquellos poetastros se daban ínfulas: querían demostrar que no solo sabían escribir poesía y que eran unas almas sensibles, sino que, además, entendían de música tradicional, tenían muy buen oído y sabían cantar. Fue allí donde hizo su aparición nuestro Goran. A tono con el espíritu de la noche, llevaba una camisa blanca bordada con motivos tradicionales. Debo reconocer que le quedaba muy bien. Al fin y al cabo, Goran era muy atractivo. Pensándolo bien, sobre todo por eso me enamoré de él. Tenía el pecho como el de una estatua muy bien esculpida, unos hombros, unos brazos fuertes y peludos… que daban ganas de que no te soltase, de que te abrazase todo el tiempo y te llevase a algún lugar apartado. Bueno, pues Goran no estaba sentado con los demás, sino que permanecía de pie, un poco a un lado, apoyado en una pared, observando con la cabeza ladeada. De pronto, aprovechando un instante en que todos guardaron silencio, se irguió y entonó una canción popular (estoy segura de que era «More sokol pie», porque ahora ya sé que no conoce otra). Voceaba de una manera tan teatral, con los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la nuez moviéndosele arriba y abajo en la garganta, que me pareció un gallo haciendo quiquiriquí. Me dio risa, pero al mismo tiempo le miraba los brazos y el pecho, y me lo imaginaba dándome un achuchón. Cuando dejó de hacer quiquiriquí, recibió un aplauso y me miró. Tenía los ojos ligeramente húmedos, probablemente como resultado del esfuerzo que había supuesto su canto de gallo. En aquel momento me parecieron llenos de tristeza. En seguida me dieron ganas de consolarlo. Eso hice por la noche, en su habitación, y así empezó todo.
Nunca dejó de frecuentar los festivales de poesía: asiste a uno cada vez que se lo permiten sus obligaciones laborales, que, por cierto, está descuidando mucho. Puedo imaginarme lo que hace en esos festivales. Para empezar, lleva media maleta llena de sus delgaditos libros de poesía con feas tapas de plástico. Muchos de ellos los tiene traducidos al inglés y a varias lenguas balcánicas, para que los extranjeros puedan entender mejor sus desvaríos. A mí hasta ahora no me ha pedido que le haga traducciones —gracias al cielo—, porque yo no domino ninguna lengua que le interese y, además, me considera una negada para la poesía, cree que no la entiendo debido a que últimamente doy muestras de un claro desinterés por su labor. En cuanto a las traducciones de sus poemas, son horribles. Y no me refiero al contenido —a todas luces inexistente en sus textos—, sino a que están plagadas de incoherencias gramaticales. Todo esto es consecuencia de su tacañería. Quiere que le traduzcan los poemas, pero, de ser posible, sin tener que pagar. Siempre se las ingenia para encontrar a alguna que otra pobre muchachita —a la que probablemente seducirá con su maduro «sex-appeal»— que le hace las traducciones gratis o a cambio de una mísera paga. Varias veces lo he oído regatear con ellas, ofreciéndoles como recompensa una decena de ejemplares del libro. Todo esto me hace sentir vergüenza ajena, pero qué se le va a hacer.
Al volver del festival de turno, siempre me enseña fotos hechas con su cámara digital, que él suele entregar a alguien del público para que lo inmortalice. De esta forma ha ido acumulando un montón de imágenes en las que se le ve recitando poesía, de pie delante de un atril con micrófono, sosteniendo en las manos alguno de sus feos libritos. En todas esas fotos sale con su «cara de poeta», como le digo abiertamente, ya que por algún motivo se lo toma como un halago: las dos cejas ligeramente levantadas, una más que la otra, como si estuviera preocupado y conmovido a la vez. Sacando pecho. El cabello siempre recién lavado y, con no poca frecuencia, ondeando al viento de una ciudad costera, cuyos festivales le resultan particularmente atractivos. Hay también fotografías en las que a menudo aparece con mujeres (de hecho, muy raras veces se ven hombres). Las azafatas del festival —chicas jóvenes— no me preocupan. Dudo que les guste, porque debe de ser demasiado viejo y ridículo a sus ojos. Creo que ahora resulta atractivo para otra categoría de mujeres: un poco más corpulentas, con grasa en la cintura y bajo las axilas, donde el sostén se les incrusta en la piel. Llevan blusas rojas o negras muy ceñidas. La mayoría tienen el pelo negro y los labios pintados de rojo. No es raro que lleven sombreros extravagantes. Joyas grandes y brillantes adornan sus dedos y cuellos gruesos. Pretenden irradiar una feminidad madura, un aire de misterio y un aroma de canela, intentan que su voz suene aterciopelada. Allá ellas. Tal vez Goran pueda ayudarles. A mí me importa un bledo.
Pero a veces, de noche, se arrima a mi cuerpo, susurrándome: «¡Orquídea, ábrete!», y yo me abro.

Ayesha Harruna Attah - "Ekow"

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Novelista, cuentista y ensayista ghanesa. La mujer y su situación en la sociedad y el colonialismo son temas recurrentes en su obra.
Este cuento fue publicado en la de escritores del Caine Prize "Work in Progress and Other Stories" de 2010 y en español está recogido en "Ellas (también) cuentan" de 2017, una antología que recoge a distintas autoras africanas de expresión en lengua inglesa.
La versión y las notas son de Federico Vivanco.


Mi cuerpo está pegado al asiento de este taxi impecable. Miro fijamente el portal de entrada. ¿Fue siempre de este color? Verde claro salpicado con pintura moteada. Si así hubiera sido, me hubiese quejado.
Este portón de un verde vómito está flanqueado por altos muros blancos que han sido elevados con una doble capa de bloques de hormigón. Dejo vagar la mirada, luego la vuelvo a posar sobre el portón y me pregunto qué sucede detrás de él. Siento que se me agita el estómago. Detrás de ese portal de color bilis ¿cómo se las apañan?
–Hermana –dice el taxista por tercera vez– ¿no es esta su casa?
–Mmmm –digo–. No puedo entrar.
«Ey, hermana». Ha vuelto su cabeza y me mira, el cuello se le estiraba por encima de la camisa a cuadros azul y marrón. Parece un hombre decente. Su piel es de un color chocolate más sólido que el mío, el cabello rasurado al cráneo, y tiene los ojos sorprendentemente blancos. Tal vez nunca ha tenido la malaria. Ekow nunca la cogió. Cuando éramos niños, siempre era yo la que se enfermaba. El chófer le da un golpecito al ambientador colgado en su espejo retrovisor, con forma de árbol de navidad, haciendo sonar el collar de rezo, formado por cuentas, que está detrás de él. «¿Entonces, qué debería hacer?»
–Mmmm –digo de nuevo– ¿cuál es su nombre?
–Moustapha –su voz es suave mientras dirige la mirada hacia la puerta.
–Moustapha, por favor lléveme a otro lugar. A cualquier sitio.
–¿Eh? –ahora me mira fijamente. Frente a otra situación me hubiera reído ante la expresión de su rostro; una mezcla de risa y desconcierto. Tiene la frente arrugada y no se sabe si las comisuras de sus labios apuntan hacia arriba o hacia abajo. Me hubiese reído, porque estaba tan confundida como lo estaba él. Si Ekow estuviera aquí estaríamos muertos de la risa. ¿Por qué no te apetece entrar en mi propia casa? Pero no me he reído y no me estoy riendo, y Moustapha está dando marcha atrás, y la puerta se vuelve más y más pequeña, y sin embargo no puedo quitar mis ojos de ella, hasta que el polvo del camino se eleva a gran altura y no puedo ya divisarla. Ha desaparecido. Se fue. Miro hacia delante, al ambientador verde de Moustapha. Sigue balanceándose.
–OK –me rindo–. Por favor, lléveme a Kanda, cerca del Zoo de Acra –tengo la sensación de que Ewuresi no está allí. Probablemente esté detrás del portal de entrada como todos los demás. De luto.
–Ha vivido mucho tiempo fuera –me comenta Moustapha mientras observo sus ojos lechosos a través del espejo retrovisor. Estos son como su voz. Delicados. Un poco acuosos sin embargo. Como si fuera capaz de llorar ante la menor provocación. No me he reído y no he llorado.
–En realidad no –le digo–. Unos seis años. ¿Por qué?
–Ah, hermana. Es solo que ustedes, los que han vivido con los obronis, los blancos, se vuelven raros. ¿Cómo se puede volar desde Londres hasta aquí y que me diga ahora que no quiere ir a su casa?
–Mmmm –quiero decirle que he llegado de Nueva York, no Londres, pero ¿qué más da? Quiero explicarle a Moustapha que no es que no quiera ir a casa, pero realmente no puedo. Me quedé mirando esa puerta, a sus biseles y abolladuras, pero no me atreví a cruzar el umbral, porque alguien ya no estaba allí. En lugar de eso, abracé fuertemente la bolsa de plástico con melocotones en mi regazo.
Moustapha está conduciendo al ritmo del tráfico del domingo por la mañana en Acra. Pasamos zumbando por calles que no recuerdo que existieran. Hace tiempo, a mi izquierda, corría el río Odaw que apenas fluía por la cantidad de cáscaras de naranjas, bolsas de agua pura, envoltorios de Malt and Milk (1) y de heces, que lo entorpecían. Pero no puedo verlo ahora. En cambio estamos volando sobre un asfalto dominado por un entrecruzado de hormigón. Veo a Acra subiendo y bajando con casas de paredes cubiertas de polvo, anaranjadas y amarillas, techadas con chapas oxidadas.
–Acra está más bonita –dice Moustapha. ¿Me está leyendo la mente? Me gusta mucho su voz. Sus palabras aterciopeladas son reconfortantes.
–Sí –le respondo y miro, mientras pasamos por un edificio de color marrón cobre, lo que antes había sido el Caprice Hotel. Luego, antes de partir, se convirtió en la discoteca Boomerang. Aún no puedo quitarme el Caprice fuera de la cabeza. Mi chófer está haciendo atajos, girando y girando y ahora estoy perdida. Sin embargo, no se me escapa ni un latido. Tengo una tranquilidad paralizante
~~~~~~~
Estamos frente a la casa de Ewuresi. Las palmas reales que plantó antes de mi partida sobrepasan ahora toda la calle. Las paredes de color azafrán parecen haber sido pintadas recientemente. Ewuresi es el tipo de mujer cuyas paredes lucen siempre recién pintadas, incluso al final de la temporada de lluvias.
–Hermana, ya estamos aquí –comenta Moustapha–. ¿Le bajo la maleta?
–Por favor, espere. No creo que esté mi hermana en casa- Ya vuelvo.
–Hoy es Navidad para mí –dice riéndose. No fue su intención decirlo. Sus ojos me aseguran que no me timará con la tarifa.
Me cuelgo el bolso del hombro, bajo y camino hasta la verja de acceso de color borgoña de Ewuresi. Ese debe ser el color de Mami y Papi. Pero ellos ni siquiera tomaban en cuenta mi opinión, de una niña pequeña como yo. Tampoco escuchaban a Ekow.
Pulso un timbre negro de plástico que se acciona bajo la presión de mi dedo. La verja se abre y un hombre de la misma edad que Moustapha sale tranquilamente.
–¿Sí? –pregunta sujetándose la cadera con la mano izquierda, sus ojos se balancean sobre las cuencas de los ojos. Me pregunto cuándo comenzó a trabajar aquí. Lo encuentro un poco presuntuoso y grosero. Ewuresi es el tipo de mujer que quiere que el personal tenga el mejor comportamiento en todo momento. Me resulta contradictorio. Ekow sería el primero en decir algo así.
–¿Está la señora Ahwi? –le pregunto. Asiente con la cabeza y abre la puerta. Recuerdo el día cuando Ewuresi se mudó aquí. Yo estaba todavía en la escuela secundaria y ella tenía mi edad de ahora. Veintidós años, con un marido y una casa de cuatro dormitorios. Yo apenas puedo permitirme el dormitorio que hemos convertido en dos habitaciones con Holly. Gracias a Dios, pudo encontrar a alguien a quien subarrendárselo para enero.
Paso por el costado de la casa, junto al parterre de té de Java en plena floración y del césped prolijamente cortado. Además de la poda de flores, de los canteros de la Escuela Secundaria Achimota, nunca he plantado una cosa en mi vida. La mosquitera marrón de la puerta es como la recuerdo, no encaja bien en el marco. La abro y suena una sosegada y profunda música fúnebre.
Ewuresi está en casa. Está de pie en la cocina, con un recipiente de plástico en su mano izquierda y revolviendo lo que está en él con la mano derecha. La camiseta negra se le ciñe al cuerpo. Está un poco rellenita aunque nunca lo había sido. Me está mirando, pero aún no lo ha asimilado. Coloca el recipiente sobre la superficie de mármol. La cuchara rebota en el tazón y aterriza junto a tres grandes vasos de plástico.
–Oh, ¡Araba! –grita–. Sabíamos que habías llegado pero no estábamos seguros de lo que te había sucedido. Mami y Papi han estado preocupados al punto de perder la cabeza. ¿Qué haces aquí? –sus brazos están extendidos y las piernas no dejan de temblar. Camino hacia ella y dejo que me envuelva. Siento su blando estómago en mi pecho. No es fácil ser la enana de la familia.
–¿Por qué no estás allí? –pregunto.
–Jason cogió ayer la varicela. Quiero que todos la cojan y de una vez por todas. Llamemos ahora a Mami.
Niego con la cabeza, intentando abrir los ojos lo más que puedo, para transmitirle que no me resulta fácil lidiar con Mami y Papi sin Ekow. No puedo ir a casa.
–¿Estás bien? Debes tener hambre. Has perdido mucho peso. ¿Por qué? ¿No comes en Nueva York? ¿Esa revista glamurosa de allí no te paga? –no está lejos de la verdad a excepción de la parte glamurosa.
–Comí en el avión –la última comida que comí de verdad hace una semana había sido arroz, frijoles, pollo asado, maduros (2) y una lechuga de color verde con aspecto de alga en la 11 Street. Vomité después de la llamada de Mami y desde entonces, he estado apañándome con barras de Twix y latas de Coca-Cola. Encima no tienen gusto.
–Por favor, ayúdame –dice Ewuresi entregándome el bol cremoso de Cerelac que ha estado batiendo. Abre la nevera y saca una botella de leche y una jarra de un líquido rojo del color de frutos del bosque, luego coge las tres tazas de la encimera de mármol. Una súper mujer. Ni siquiera puedo apañármelas con Holly que ya es adulta; lavar sus platos, asear el baño cuando lo atasca con sus finos mechones de pelos y limpiar el barro que deja en la alfombra. Aquella que no podemos permitirnos el lujo de ensuciar, antes de que termine el contrato de alquiler.
Mientras subimos a la planta alta, me llegan los recuerdos. Semana Santa de 1999. Yo había llegado de Achimota y Ekow había viajado desde Mfantsipim. Cuando Ewuresi tuvo su propia casa, era mucho más divertido para nosotros venir aquí. Era casi como la madre guay, ya que Mami y Papi eran reservados y estaban muy mayores. Así que corríamos por estas escaleras de madera que tenían la apariencia de estar siempre lustradas, tratando de ver quien se quedaría con la habitación de invitados más grande de Ewuresi. La que tenía un cuarto de baño.
Ahora estamos entrando en esa habitación. Las paredes son de color salmón y la cortina de un naranja fuerte. Es la habitación de las chicas, supongo. Jessie y Janet. Pero en este momento están todos aquí. Los gemelos, Jason y Jessie; y Janet y John. Sus rostros están cubiertos con una película de color blanco rosáceo. Las niñas en una cama. Los niños, en otra.
Ese día, Ekow había ganado. Me había apretujado con su cuerpo enjuto y arrojado la sucia mochila roja en frente de la puerta. «¡La victoria es mía, mi pequeña vaca! ¡Toda mía!», había gritado y sonreído, dejando al descubierto sus grandes dientes. Siempre se olvidaba, muy oportunamente, de que yo era dos años mayor que él.
–Mami ¿quién es ella? –pregunta Janet.
–¡Tía! –señaló Jessie, rodeando con sus brazos los hombros de Janet y empujándola hacia ella. Pero estoy segura de que no puede recordarme. Me fui cuando tenía cuatro años. ¿Y ahora tiene diez?
–¿Tía qué? –le pregunta Ewuresi a Jessie entregándole una taza.
–¡Tía Ekow! –John grita y se ríe. Le faltan los dos dientes de adelante. Ewuresi me está mirando, negando con la cabeza.
–Sí –dice Jessie–, ¡te pareces al tío Ekow!
–¡Shhh! –chista Ewuresi. Tienen razón. La gente pensaba que éramos gemelos hasta que él se marchó a Mfantsipim y experimentó un loco crecimiento. Aun así, nuestros rasgos faciales son idénticos. Los mismos ojos. La misma nariz. Son. Fueron. ¿Qué tiempo verbal se usa cuando uno de los dos no estará nunca más? Salgo de la habitación.
–Tenemos que llamar a Mami –me susurra Ewuresi y cierra la puerta.
–Está muy preocupada. Ya tiene una persona... –hipa y frunce la boca. Sus profundos hoyuelos se extienden a cada mejilla. Si yo me pareciera a Ewuresi cuando ella tenía veintidós años, ahora estaría de modelo en Nueva York y ganando un montón de dinero. Unas finas líneas se formaban en el borde de sus ojos. Solía tener la cara más suave desde Acra hasta Kumasi.
–Ewuresi –empiezo–, no me despedí. La última vez que hablamos, me enfadó tanto que le colgué el teléfono.
–Mami –parece que es Janet–. ¡Basta, BASTA! Basta, John, ¡ah! Mami, John se está comiendo mi Cerelac.
–¿Por qué no ha pedido sencillamente Cerelac para él? –murmura Ewuresi en voz baja secándose los ojos–. Ha dicho que quería leche –y regresa a la habitación de las chicas.
Mientras desciendo las escaleras, veo la fotografía ampliada de Ewuresi enmarcada en oro. Vestía una tela kente y una banda azul cubriendo el pecho. La banda dice: «1ª Subcampeona, Miss Ghana 1994». Mis ojos se desvían hacia la izquierda. Aquí hay otra de Ewuresi con un vestido de encaje brillante, sentada en un taburete negro, y a su alrededor, Jason, Jessie, Janet y John esparcidos en círculo sobre el suelo. Veo más fotos de ella y los niños y solo una del Señor Ahwi. Me pregunto dónde se encuentra hoy. Mis ojos están fijos en su foto y en su descuidado cabello negro azabache. Ekow y yo lo llamamos la «lagartija tupida». LT como diminutivo. Por aquel entonces, cada vez que LT llegaba a casa, olfateaba el aire e inclinaba la cabeza esperando que su querida Ewuresi le dijese qué había cocinado para la cena. Solo era necesario que mirase a Ekow para que me echara a reír. Siempre ponía las miradas más estúpidas, pero yo era la que terminaba pareciéndose a una tonta. ¡Esa vaca!
No sé por qué estoy todavía aquí mirando a la «lagartija tupida ». Esta montaña rusa de recuerdos de mi tierra no es mejor que si hubiera traspasado el portón verde vómito.
Mis pies me conducen a la cocina, a través de la estridente puerta con la mosquitera mal ajustada, a lo largo del parterre de té de Java y salgo por la verja de acceso de color borgoña. Abro la puerta de atrás del taxi de Moustapha y me encuentro mirando el ambientador con forma de árbol de navidad donde se puede leer «Pino Real».
–Moustapha –le digo mirando el espejo retrovisor–. Se lo ruego. Llévame a otro lugar.
Las pupilas de Moustapha se mueven hasta tocar sus párpados, hacen movimientos circulares y vuelven a su posición para descansar en el centro, y fija su mirada en el reloj que se encuentra debajo del ambientador. No puedo distinguir la hora desde aquí.
–Hermana, creo que tiene hambre –dice y nos alejamos otra vez con el coche.
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Giramos a la izquierda, a la derecha, otra vez a la derecha y luego a la izquierda. Izquierda, derecha, derecha. Y estoy perdida.Pero no siento nada. No sé a dónde vamos y no me importa.
Moustapha mete el coche maniobrando con cuidado entre uno azul sin neumáticos y un taxi Tico amarillo y rojo. Me llega un olorcillo a jengibre, pastel de frijoles y leña que me hace acordar a la casa de mi abuela, en Kumasi.
–Esta es mi casa –dice Moustapha señalando una pared azul con manchas de hormigón. Frente a ella hay dos bancos contra la pared y unos hombres sentados, cadera con cadera, lamiendo koko, gachas de mijo, de sus cuencos de plástico. Más allá de los bancos, una fila de hombres serpentea la pared azul manchada. Uno sostiene el borde del cuenco contra la parte inferior de su labio y oigo un slurp-slurp-slurp.
Bajamos del coche. Mientras caminamos hacia una pequeña verja, sale una chica manteniendo el equilibrio de cinco cuencos sobre una bandeja de metal. Sonríe a Moustapha y hace una reverencia.
–Kwallafiya, buenos días, Sala –le saluda él.
–Lafiya lau, bienvenida hermana –responde Sala.
Le doy las gracias y me pregunto si mi maleta está segura. Estamos ya dentro del complejo y alguien me llama la atención, una mujer corpulenta sobre un pequeño taburete. Sus nalgas se extienden sobre la parte superior. Su boubou (3) de color verde lima se pliega y se extiende a medida que revuelve una olla colosal de aluminio. Moustapha camina hacia ella, pero esta se da la vuelta antes de que él llegue. Sonríe. Desde la comisura de su boca reluce un diente de oro. Tiene los ojos de un color blanco intenso y ahora sé a quién ha salido Moustapha.
–Hajia, kwallafiya –saluda él inclinando la cabeza.
–Has vuelto muy pronto –dice Hajia mirándome directamente a los ojos. La comisura de su boca se curva de repente. Levanta la mano derecha, los dedos se pliegan y aproxima su mano contra el pecho.
–Ven –hace con un gesto. Me dirijo hacia ella paralizada por sus ojos blancos y su sonrisa.
–¡Ey, Moustapha! ¡Qué bonita es, papa! La ilaha illa-Allah, no hay Dios más que Alá.
La mira, confuso y nervioso, intentando enviar un mensaje no verbal. Pero Hajia se percata al estar mirándome a mí. Y yo a él. Y a ella.
–¿Cómo te llamas? –me pregunta Hajia en twi (4).
–Araba.
–¡SALAAA! –grita Hajia–. ¡SALAAA! –chilla junto a una secuencia de palabras en hausa (5). Y aparece Sala trayéndome un taburete. –¿Por qué me haces gritar, eh, Sala?
Hajia empuña con la mano derecha un cucharón de metal gigante. Lo sumerge en la olla y recoge unas espesas gachas humeantes de color gris que vierte en un cuenco plateado. «Querida», dice ella, «¡Eres puro hueso! ¡Come esto!» Coloca enérgicamente el cuenco de plata frente a mí y pone una cuchara en mi mano. A pesar de que la idea de la comida descendiendo por la garganta me produce arcadas, obedezco y coloco la cuchara en la papilla.
–Voy –dice Moustapha caminando lentamente hacia una puerta cubierta con una tela púrpura y plumas de color rosa. Y desaparece tras ella.
Los ojos de Hajia siguen sin apartarse de mí.
–Es el mejor koko en toda Acra –dice ella–. Esa cola que ves fuera, ¡oh!,¡eso no es nada! Los hombres de negocio están en la iglesia por ser domingo. ¡Ven a ver este lugar mañana por la mañana! ¡Yieee! –y se da una palmada en el muslo–. Los Benz y los BMWs. ¡mmm!
Tengo náuseas aunque aún no he probado el alimento.
«¡COME!», grita Hajia. Esta orden inmoviliza mis entrañas revueltas. Juego con la cuchara en el fango gris. Cojo un bocado y lo acerco a mis labios. La cuchara está en mi lengua y me golpea una bocanada de jengibre, pimienta, clavo de olor y especias que no había probado en años. La mano derecha de Hajia bate una pasta de color naranja, y sin embargo, se apaña para mantener los ojos sobre mí. «Está rico ¿eh?»
«Está muy bueno» le respondo. Como una segunda, tercera, quinta cucharada de koko. Es la primera vez en toda la semana que mi lengua experimenta un sabor.
–Entonces, Araba –dice Hajai moviendo el carbón de un horno holandés–, ¿cómo has cautivado el corazón de Moustapha? –me atraganto. ¿Se me ha escapado un chorro de koko por la nariz?–. Tiene que ser algo serio –continúa–, porque desde que esa muchachita prostituta, Naa, lo atrapó para lograr quedarse embarazada, no ha traído ni me ha presentado a nadie.
–Oh, Hajia –sonrío. Es la primera vez en toda la semana que se me ha dibujado una sonrisa–. Todavía nos estamos conociendo.
–Es muy bueno –dice Hajia–. Por eso lo engatusó esa bruja. Si no fuera por ella, ahora podría haber sido como cualquier hombre de negocios, ¡estaría conduciendo un Benz! –agrega chasqueando la lengua.
Raspo el fondo del cuenco plateado. Moustapha sale de la habitación a la que había entrado. Camina lentamente hacia nosotras, con su camisa a cuadros metida en los pantalones color caqui.
–Hermana, ¿estás lista?
–Oh, sí –digo levantándome del taburete. Luego me dirijo a Hajia–. Este es el mejor koko de toda la ciudad.
–Gracias cariño. Vuelve, eh. Esta es tu casa ahora.
–Gracias, Hajia.
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Moustapha y yo nuevamente. Moustapha-Araba. Araba-Moustapha y el ambientador «Pino Real» con forma de árbol de navidad.
–Gracias –le digo, mirando hacia el espejo retrovisor. Sus cejas se arquean de repente. Son gruesas y están en perfecto ángulo con sus ojos, suaves y acuosos, ni un solo pelo fuera de lugar. Tal vez se las depila.
–¿Por?
–Por llevarme a lo de su madre y enseñarme su casa.
–Forma parte de la hospitalidad de Ghana.
–Aun así se lo agradezco. ¿Cómo se llama su hijo?
–La mujer esa que acaba de abrir la boca –gruñe. Hay algo en sus ojos que no había visto antes. Están clavados sobre la carretera. Se han vuelto rígidos y distantes–. Oye, hermana –dice. Su voz aterciopelada está al borde de la ronquera.
–Alguien de nosotros tiene graves problemas, y no es usted. ¡Usted solamente no quiere ir a su casa! –chasquea la lengua–. Por favor, no me haga perder más tiempo. ¿Su casa o el aeropuerto?
Debí haber puesto realmente el dedo en la llaga, pero todos tenemos problemas.
–Todos tenemos preocupaciones –repito en voz alta–. ¡Moustapha, tengo un montón de problemas!
–Sí, lo sé. Usted no quiere ir a casa. ¡Qué problema! Dígame. Dígame el montón de problemas que tiene.
–Estoy segura de que en un día gana más dinero que yo.
–¿Ahora usted me toma por tonto? –ríe por lo bajo.
–No, lo digo en serio. He estado estudiando durante mucho tiempo. Terminé la universidad pero trabajo como aprendiz. ¿Sabe lo que hago? –Moustapha se queda en silencio–. Saco fotocopias. Compro café para mis jefes. Y cuando me pagan, uso todo el dinero para el alquiler.
Sus ojos se encuentran con los míos en el espejo retrovisor y baja la mirada.
–Por lo menos vive en Londres. La vida es más fácil allí que aquí –su voz se relaja.
–El año que viene, si no consigo un trabajo de verdad, tendré que regresar a casa. Sin nada en absoluto.
–¡Ah ah! ¿Entonces por qué todo el mundo intenta ir a Babilonia? (6)
–No lo sé Moustapha. Uno se siente tan solo allí. No te enteras cuando algo le sucede a tu familia o amigos –permanecemos los dos en silencio. El sol ya está en lo alto del cielo, proyectando un espejismo sobre el capó del coche.
–Mi hijo se llama Razak.
–Qué bonito nombre.
–Mi madre solía decir que yo llegaría a ser un hombre exitoso –hace una pausa–. Dejó de decirlo cuando nació Razak –quiero preguntarle por qué, pero no creo que sea necesario–. Yo quería montar una distinguida empresa de taxis con cientos de coches para contratar. Si querías ir a la Región Occidental o la Región Volta, venías y contratabas el coche y el chófer.
–Sé cómo se siente, pero al menos este taxi es suyo.
–Sí.
–Yo no tengo nada.
–Tiene a su madre y a su padre.
–Moustapha, no me pueden mantener toda la vida. –¿Por qué no quiere ir a casa? –la mirada de Moustapha es profunda. Sus ojos dicen, «No puede escapar esta vez. Le he contado sobre mí y ahora es su turno».
–Mi hermano murió –miro por la ventana. Estamos de vuelta en la nueva carretera que esconde el río Odaw. Es la primera vez que dejo salir estas palabras. El dolor las aferra en el pecho, algo redondo y nebuloso las aloja en la garganta. No las he pronunciado porque decirlas me hace enfrentar con la realidad. Trato de digerirlas, pero no puedo. Me escuecen los ojos. Los labios me tiemblan y se fruncen. Mi hermano murió. Una lágrima cae sobre el bolso color melocotón, manchándolo con tonos de un salmón oscuro. Ekow realmente me ha abandonado.
–Lo siento –dice Moustapha deteniéndose frente a un Volvo negro–. ¿Estaban muy unidos?
–Como si fuéramos gemelos –me limpio el borde de los ojos–. Pero hacía seis años que no lo veía.
–Alá –susurra Moustapha–. ¿Qué le pasó? Si no le importa...
–Tuvo un accidente. En la carretera Kumasi. Volvía de la universidad.
–Ay, Alá –un diáfano brillo cubre los ojos blancos de Moustapha. Los míos están desdibujados. Regresamos al camino de tierra. Diviso a través de la bruma la casa de la señorita Andoh, la de los Bindie y ahora estamos frente a la puerta color mostaza. Moustapha se detiene y para en seco. No dice nada. Nos quedamos sentados. Moustapha-Araba. Araba-Moustapha. Los segundos se consumen lentamente.
–¿Cuánto le debo?
–Nada hermana.
–No, Moustapha –digo abriendo mi bolso–. Puedo pagarle esto. –Ahora somos amigos. La próxima –abre la puerta y camina hacia afuera. Coge la maleta mientras yo desciendo del taxi.
–Gracias por todo, Moustapha –digo, y me acerco a la puerta verde.


(1). Reconocida marca de galletas.
(2). Plátanos maduros fritos.
(3). Túnica sin mangas y holgada con abundantes decorados y muy luminosa. Es utilizada mayormente en ceremonias religiosas especiales y diversos festivales islámicos.
(4). Pronunciado «chui», es uno de los tres dialectos importantes del idioma acano, hablado en Ghana por alrededor de siete millones de personas, los otros dos son el Akuapem Twi y el Fante.
(5). El idioma hausa es un miembro de las lenguas afroasiáticas. Se trata de la segunda lengua más hablada en África, tras el swahili.
(6). Alegoría en alusión a Londres.