La banda del tren

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La explosión artística de los años 80 del siglo XX fue un fenómeno que alcanzó todos los rincones de España. Sin embargo, muchas veces da la sensación que fue un fenómeno puramente madrileño.
El grupo gijonés fundado por Tete Bonilla, Chema Bazo, Juanjo Mintegui, Julián Cabañas, César Sánchez y José Manuel García es un ejemplo de que muchas cosas se movían fuera de Madrid.
Los dos temas fueron los primeros que grabaron en sigle en 1982.

Soy un esclavo de la noche


No tengas miedo

Kjell Askildsen - "Los perros de Tesalónica"

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Este cuento pertenece al volumen "Los perros de Tesalónica" de 1996.
La versión es la de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

Tomamos el café de la mañana en el jardín. Apenas hablamos. Beate se levantó y colocó las tazas en la bandeja. Será mejor subir los sillones a la terraza, dijo. ¿Por qué?, pregunté yo. Seguro que va a llover, contestó. ¿Llover?, dije, no hay ni una nube en el cielo. Hace bochorno, ¿no te parece? No, contesté. Tal vez me equivoque, repuso ella. Subió a la terraza y entró en el salón. Yo seguí sentado un cuarto de hora más, luego me subí un sillón a la terraza. Permanecí unos instantes contemplando el bosque al otro lado de la valla, pero no había nada que ver. A través de la puerta abierta de la terraza oí canturrear a Beate. Seguro que ha oído el parte meteorológico, pensé. Volví a bajar al jardín y me acerqué a la parte delantera de la casa, al buzón junto a la puerta negra de hierro forjado. Estaba vacío. Cerré la puerta, que por alguna razón se había quedado abierta; entonces vi que alguien había vomitado justo al lado. Me sentí indignado. Coloqué la manguera en el grifo de la pared, lo abrí a tope y luego arrastré la manguera hasta la puerta. El chorro no dio del todo en el blanco, y una parte del vómito salió disparada hacia el jardín, el resto se dispersó por el asfalto. No había cerca ningún sumidero, de modo que sólo conseguí alejar la sustancia amarillenta unos cuatro o cinco metros de la puerta. Pero fue un alivio conseguir apartar un poco aquella porquería.
Después de cerrar el grifo y enrollar la manguera, ya no supe qué hacer. Subí a la terraza a sentarme. Al cabo de unos minutos oí a Beate canturrear de nuevo; sonaba como si estuviera pensando en algo en lo que le gustaba pensar, supongo que creía que no la oía. Tosí, y se hizo el silencio. Ella salió y dijo: ¿Estás aquí? Se había maquillado. ¿Vas a salir?, pregunté. No, contestó. Me volví hacia el jardín y dije: Algún idiota ha vomitado justo delante de la puerta. ¿Ah sí?, dijo ella. Qué asco, exclamé yo. Ella no contestó. Me levanté. ¿Tienes un cigarrillo?, preguntó. Le di uno, y también fuego. Gracias, dijo. Bajé de la terraza y me senté junto a la mesa del jardín. Beate se quedó en la terraza fumando. Tiró el cigarrillo a medio fumar a la gravilla delante de la escalera. ¿Por qué haces eso?, pregunté. Se acabará consumiendo, contestó. Se metió en el salón. Me quedé mirando fijamente el fino hilo de humo que subía del cigarrillo, quería verlo consumirse del todo. Un momento después me levanté, presa de una sensación de desamparo. Bajé hasta la valla, crucé la estrecha franja de césped y me adentré en el bosque. Enseguida me senté en un tocón, casi oculto tras unos matorrales. Beate salió a la terraza. Miró hacia donde estaba sentado y me llamó. No puede verme, pensé. Ella volvió a bajar al jardín y dio la vuelta a la casa. Subió de nuevo a la terraza. Volvió a mirar hacia donde yo estaba. Es imposible que me vea, pensé. Ella se dio vuelta y se metió en el salón. Yo me levanté y continué adentrándome en el bosque.
Cuando estábamos sentados a la mesa, Beate dijo: Ahí está de nuevo. ¿Quién?, pregunté. El hombre, contestó, ahí, en la orilla del bosque, junto al gran... No, ha vuelto a desaparecer. Me levanté y me acerqué a la ventana. ¿Dónde?, pregunté. Junto al pino grande, contestó. ¿Estás segura de que era el mismo hombre?, pregunté. Creo que sí, respondió. Ahí ya no hay nadie, dije. Desapareció, repuso ella. Volví a la mesa y dije: A esa distancia no puedes haber visto si se trataba del mismo hombre. Beate no contestó enseguida, luego señaló: A ti sí te habría reconocido. Eso es diferente, dije. A mí me conoces. Comimos en silencio. Luego ella preguntó: Por cierto, ¿por qué no contestaste cuando te llamé? ¿Me llamaste?, pregunté yo. Te vi, contestó ella. ¿Por qué diste la vuelta a la casa?, pregunté. Para que no pensaras que te había visto, respondió. Pensé que no me habías visto, repuse. ¿Por qué no me contestaste?, volvió a preguntar. ¿Para qué iba a contestarte si pensaba que no me habías visto?, pregunté yo. Podría haber estado en otro lugar. Si no me hubieras visto, o si no hubieras hecho como si no me vieses, no habría habido ningún problema. Cariño, dijo ella, no hay ningún problema.
No dijimos nada más en un rato. Beate no paraba de volver la cabeza hacia la ventana. Dije: Al final no ha llovido. No, repuso ella, la lluvia se hace rogar. Dejé los cubiertos en la mesa, me recliné en la silla y dije: ¿Sabes? A veces me irritas. ¿Ah sí?, contestó ella. Nunca admites que te has equivocado, señalé. Sí que lo hago, respondió ella. Me equivoco a menudo. Todo el mundo se equivoca. Absolutamente todos. Me limité a mirarla, y noté que ella se daba cuenta de que se había pasado. Se levantó, cogió la salsera y la fuente vacía de verduras y se metió en la cocina. No volvió a salir. Yo también me levanté, me puse la chaqueta y me quedé un momento escuchando, pero reinaba un silencio total. Bajé al jardín, di la vuelta a la casa y salí a la calle. Me dirigí hacia el este, alejándome de la ciudad. Notaba que estaba alterado. Los jardines de los chalés de ambos lados de la calle estaban vacíos, y no se oían más ruidos que el regular murmullo de la autovía. Dejé atrás las casas y me adentré en la gran explanada que va hasta el fiordo.
Llegué al fiordo, a un pequeño café al aire libre, y me senté junto a una mesa a la orilla del agua. Pedí una cerveza y encendí un cigarrillo. Tenía calor, pero no me quité la chaqueta, pues suponía que la camisa tendría manchas de sudor en las axilas. Todos los demás clientes estaban a mis espaldas; delante de mí se extendía el fiordo y las lejanas colinas cubiertas de árboles. El murmullo de las voces y el suave gorgoteo del agua entre las piedras de la playa me sumió en un estado de ausencia adormecida. Mis pensamientos seguían caminos aparentemente carentes de lógica, y no eran desagradables, al contrario, sentía un inusual bienestar, y por eso resultó aún más incomprensible que de repente y sin ninguna transición perceptible me invadiera una sensación de angustioso abandono. Había algo absoluto, tanto en la angustia como en el abandono, algo que de alguna manera ponía el tiempo en suspenso. En realidad, no creo que pasaran más de unos cuantos segundos hasta que los sentidos se me corrigieron y me devolvieron al allí y al entonces.
Volví a casa por el mismo camino por el que había llegado, atravesando la gran explanada. El sol se estaba acercando a las montañas del oeste; sobre la ciudad se había posado una capa de neblina, y el aire ni se movía. Noté dentro de mí una especie de desgana por volver a casa, y de repente pensé, y fue un pensamiento nítido y claro: Ojalá estuviera muerta.
Pero seguí. Atravesé la puerta y me dirigí a la parte posterior de la casa. Beate se había sentado junto a la mesa del jardín; justo enfrente de ella estaba su hermano mayor. Me acerqué a ellos, me sentía muy tranquilo. Intercambiamos algunas palabras rutinarias. Beate no me preguntó dónde había estado, y ninguno de los dos me invitó a acompañarlos en la charla, algo que, de todos modos, habría rechazado con cualquier pretexto.
Subí al dormitorio, colgué la chaqueta y me quité la camisa. El lado de la cama de Beate estaba sin hacer. En la mesa de noche había un cenicero con dos colillas, y junto al cenicero, un libro abierto. Cerré el libro; me llevé el cenicero al baño, eché las colillas al váter y tiré de la cadena. Luego me desnudé y abrí el grifo de la ducha, pero el agua no terminaba de salir caliente y la ducha fue diferente y mucho más corta que lo que me había imaginado.
Mientras me vestía delante de la ventana abierta del dormitorio, oí cómo Beate se reía. Acabé rápidamente y bajé al sótano; por el ventanuco podía observarla sin ser visto. Estaba reclinada en el sillón, con el vestido muy levantado sobre los muslos separados, y las manos detrás de la nuca, lo que hacía que se tensara la fina tela sobre sus pechos. Había en su postura una indecencia que me excitaba, y esa excitación se veía reforzada por el hecho de que se mostrara así ante los ojos de un hombre, aunque fuera su hermano.
Permanecí un rato contemplándola; no nos separaban más que siete u ocho metros, pero con las plantas de los macizos delante del ventanuco del sótano estaba seguro de que ella no podía verme. Intenté adivinar lo que estaban diciendo, pero hablaban demasiado bajo, sorprendentemente bajo en mi opinión. Entonces ella se levantó, y yo subí rápidamente la escalera del sótano y me metí en la cocina. Abrí el grifo del agua fría y cogí un vaso, pero ella no llegaba, así que volví a cerrar el grifo y dejé el vaso en su sitio.
Cuando me hube calmado, fui al salón y me senté a hojear una revista de tecnología. El sol se había puesto, pero aún no hacía falta encender la luz. Pasaba las páginas hacia delante y hacia atrás. La puerta de la terraza estaba abierta. Encendí un cigarrillo y oí un avión en la lejanía, por lo demás, todo estaba en silencio. Volví a ponerme nervioso y salí al jardín. No había nadie. La puerta de la valla estaba abierta. Me acerqué a cerrarla. Pensé: Seguro que está entre los arbustos observándome. Volví a la mesa del jardín, coloqué el sillón de espaldas al bosque, y me senté. Me convencí a mí mismo de que si alguien hubiera estado mirándome desde el sótano, yo no lo habría descubierto. Me fumé dos cigarrillos. Empezaba a anochecer, pero el aire inmóvil era templado, casi cálido. Sobre la colina al este se posó un pálido gajo de luna, eran algo más de las diez. Me fumé otro cigarrillo. De repente, oí un débil crujido procedente de la puerta de la valla, pero no me volví. Ella se sentó y dejó un ramillete de flores silvestres en la mesa del jardín. Qué noche tan deliciosa, dijo. Asentí. ¿Tienes un cigarrillo?, preguntó. Le di uno y también fuego. Luego dijo con esa voz de impaciencia infantil a la que tanto me ha costado siempre resistirme: Voy por una botella de vino, ¿te parece? Y antes de que me diera tiempo a decidir lo que iba a responder, ella se levantó, cogió las flores y se apresuró por el césped hacia la escalera. Pensé: Ahora hará como si nada hubiera pasado. Luego pensé: En realidad, no ha pasado nada. Nada que ella sepa. Y cuando volvió con el vino, dos copas y además un mantel de cuadros azules y blancos, me había serenado casi del todo. Ella había encendido la luz de la terraza y yo me coloqué el sillón de espaldas al bosque. Beate llenó las copas y bebimos. Mmm, dijo ella, delicioso. El bosque se levantaba como una silueta negra contrastando con el cielo azul pálido. Qué silencioso está esto, señaló ella. Sí, contesté. Le ofrecí el paquete de tabaco, pero ella lo rechazó. Yo cogí un cigarrillo. Mira la luna creciente, dijo. Sí, asentí. Qué fina está, añadió. Sí, volví a asentir. Di unos pequeños sorbos de vino. En el sur, la luna está tumbada, dijo. No contesté. ¿Te acuerdas de aquellos perros de Tesalónica que no podían separarse tras haber copulado?, preguntó. En Kávala, respondí. Los viejos sentados en la terraza del café gritaban, prosiguió, y los perros aullaban intentando librarse el uno del otro. Y cuando salimos de la ciudad vimos una luna creciente y fina tumbada de espaldas, y tú y yo nos deseamos, ¿lo recuerdas? Sí, contesté. Beate volvió a llenar las copas. Permanecimos callados un rato, un buen rato. Sus palabras me habían inquietado, y el silencio que las siguió no hizo sino incrementar mi inquietud. Intenté pensar en algo que decir, algo rutinario que pudiera desviar la conversación. Beate se levantó. Dio la vuelta a la mesa y se detuvo detrás de mí. Me asusté y pensé: Ahora va a hacerme algo. Y al sentir sus manos en el cuello me estremecí, y eché la cabeza y el torso hacia delante. Al instante entendí lo que había hecho y dije, sin volverme: Me has asustado. Ella no contestó. Me recliné en el sillón. La oí respirar. Se marchó.
Al final me levanté y entré en la casa. Ya era completamente de noche. Me había acabado el vino y pensado en lo que iba a decir; me había tomado mi tiempo. Me llevé las copas y la botella vacía, pero, tras pensarlo, dejé el mantel de cuadros en la mesa. El salón estaba vacío. Fui a la cocina y dejé la botella y las copas en el fregadero. Eran algo más de las once. Cerré con llave la puerta de la terraza y apagué las luces. Luego subí al dormitorio. La lámpara de mi mesita estaba encendida. Beate estaba acostada con la cara vuelta hacia el otro lado; dormía, o fingía que dormía. Mi edredón estaba echado hacia atrás y sobre la sábana estaba el bastón que usé después del accidente el año que nos casamos. Lo cogí con la intención de meterlo debajo de la cama, pero cambié de idea. Permanecí con él en la mano mientras miraba fijamente el arco de la cadera debajo del fino edredón de verano; me sobrecogió un repentino deseo. Salí rápidamente de la habitación y bajé al salón. Me había llevado el bastón, y, sin saber muy bien por qué, lo partí en dos contra mi muslo. El golpe me dolió y me serené. Entré en el despacho y encendí la lámpara que había sobre el tablero de dibujo. Volví a apagarla y me tumbé en el diván, me tapé con la manta y cerré los ojos. Veía claramente a Beate. Volví a abrir los ojos, y sin embargo seguía viéndola.
Me desperté varias veces en el transcurso de la noche, y me levanté temprano. Entré en el salón con el fin de quitar de allí el bastón; no quería que Beate viera que lo había roto. Ella estaba sentada en el sofá. Me miró. Buenos días, saludó. Le devolví el saludo con un movimiento de cabeza. Ella seguía mirándome. ¿Estamos enfadados?, preguntó. No, contesté. Su mirada seguía clavada en mí, era incapaz de interpretarla. Me senté con el fin de alejarme de esa mirada. Me entendiste mal, dije. No te había visto levantarte, estaba ensimismado en mis pensamientos, y de repente sentí unas manos en el cuello, entiendo que te..., pero no sabía que estuvieras ahí. Ella no dijo nada. La miré, encontrándome con la misma mirada inescrutable. Tienes que creerme, dije. Ella apartó la mirada. Sí, supongo que debo creerte.

Álvaro Cunqueiro - "La botica de Camelot o de la Tabla Redonda"

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Este relato se encuentra recogido en el volumen "Tertulia de boticas prodigiosas y Escuela de curanderos" de 1976, aunque "Escuela de curanderos" (Escola de Menciñeiros) ya había sido publicado en gallego en 1960.

Aunque la pócima más notoria de la botica de la Tabla Redonda sea el famoso «bálsamo de Fierabrás» —probablemente preparado por última vez por don Quijote en La Mancha natal y de sus primeras aventuras—, en los anaqueles de Camelot estaban a disposición de los paladines diversas panaceas, las más con su punta de magia, y traídas a la corte del rey Arturo cuando Alejandro, hijo mayor del emperador de Constantinopla, viajó a Gran Bretaña a aprender allí caballerías. Todas estas medicinas tenían por objeto la rápida curación y cicatrización, sin dejar apenas huella, de las grandes heridas de los nobles guerreros, lo que era también la misión del «bálsamo de Fierabrás». De Armórica procedían las «hierbas del tiempo», aquellas que concedían a los paladines, tomadas en infusión sus virtudes, prolongar el día o la noche. Así Bohort podía cabalgar por una selva durante veinticuatro horas sin que el sol se pusiese, o Galván hacer durar la noche sin luna durante otras veinticuatro. Un mundo de luz o de sombra se hacía alrededor del caballero, pero Lanzarote, Percival, Galahad, rechazaron ese truco, así como la llamada «agua de disminución», la cual agua, un compuesto de perla índica molida y de diente de lobo en polvo, hacía que el que la tomase, saliendo contra el dragón, viese a este del tamaño de un perrillo de lanas y se fuese a alancearlo en el entrecejo o bajo la lengua sin temor alguno. Sir Galahad y sir Percival irían contra el dragón como Jorge de Capadocia, viéndolo en su tamaño natural de colmillo y de garras. Si se lograba que el dragón bebiese de esta agua, dejándosela teñida de sangre a la puerta de su cueva —teñido que se lograba haciendo que sangrasen en ella, de sus narices, unas docenas de siervos—, surtía en la bestia el efecto contrario, viendo al que venía a darle muerte como un terrible gigante, una montaña vestida de armadura. Pero todo esto eran mañas de profesionales de la matanza del dragón, que no obra de los ilustres señores de la Tabla.
Se ha discutido mucho el porqué de la existencia en la botica de Camelot de muchos medicamentos procedentes de Bizancio, y creo haber sido el primero en haber encontrado la razón en la narración de Chrétien de Troyes titulada Cligés. Les contaré, abreviando. Un Alejandro bizantino, príncipe imperial, se enamoró de Soredamors, hermana del caballero Galván, cuyo nombre se traduce por Rubia de los Amores. Tras la conquista de Vindilisora, que es Windsor, Alejandro va a la tienda de la reina Ginebra, donde está Soredamors, y la reina adivina que los dos se aman y no se atreven a decírselo. La reina, que ya por entonces coronaba a su marido con el buen caballero Lanzarote del Lago, sirve de celestina, echa a la una en brazos del otro, y los casa. Catorce meses más tarde —los primogénitos de los días artúricos nacen todos a los catorce meses, exceptuado Amadís de Gaula, porque en los cinco primeros meses de matrimonio hay platónica continencia—, nace Cligés.
Un mayo, Alejandro y Soredamors salen de Bretaña para Constantinopla, y se encuentran al llegar allá que el viejo emperador ha muerto, y reina Alexis, hermano de Alejandro. Alejandro le deja el trono a Alexis a condición de que no se case y herede el trono su hijo Cligés. A los pocos días muere, una semana después, la dulce Soredamors. Cligés queda en orfandad, y su tío Alexis olvida la palabra dada y quiere casarse con Fenicia, hija del emperador de Alemania, de trece años de edad. Llega Fenicia a Bizancio, ve a Cligés, tiene quince años y tiene una pluma en la gorra, y se enamora de él, y Cligés le corresponde. Fenicia se confía a su ama, Thessala, experta en magia, a la que dice que no quiere conducirse como Isolda. El solo pensamiento de pertenecer a dos hombres la subleva:
Je n’i avra deus parcenters. Qui a le cuer, si ait le corps!... (Ya no tendré dos poseedores. ¡Quién tenga el alma que tenga también el cuerpo!).
La niña estaba muy bien educada. Thessala acepta servir a su ama. En primer lugar le da al emperador, en el banquete nupcial, un filtro, en virtud del cual Alexis cree gozar de Fenicia, cuando la verdad es que está sumido en profundo sueño, y lo que abraza es una sombra. Segunda parte: como Fenicia no quiere huir con Cligés, y quiere que, mientras el emperador sueña que la goza, ella goce a su enamorado, Thessala prepara un brevaje, que será famoso como «agua de la falsa muerte». Fenicia lo bebe, y pese a que la pinchan, sangran, emplastan todos los médicos de Bizancio y unos de Salerno que estaban de paso, la emperatriz aparece muerta, y hay que enterrarla. Todos lloran a la adorada niña. Pero, a la noche, va Cligés a buscarla a su tumba, y la lleva a un palacio secreto donde Fenicia resucita. ¡Ay, qué dulces amores! Cantan los ruiseñores en el jardín y abriga sus caricias un árbol florido. Pero un día, un cazador al que se le ha perdido un azor entra en el jardín y descubre a la pareja boca con boca. Lo cuenta al emperador, este monta a caballo, pero cuando llega al palacio secreto, Cligés y Fenicia, en virtud de una pócima de Thessala, vuelan hasta Bretaña en el medio de una tribu de golondrinas. Pues bien, será Thessala quien durante la estancia de Cligés y Fenicia en Camelot llenará con sus filtros, aguas y pastas los anaqueles de la botica de la Tabla.
Pero lo que dice la novela de Chrétien de Troyes de las magias médicas de Thessala se irá transformando en realidad conforme pase el tiempo. El agua que hace soñar que se goza en cama blanda aparecerá en algunos fabliaux franceses, y en la historia de una doncella de Colonia a la que casan a la fuerza, pero ella quiere ir virgen a un convento, como sierva de María. El agua de la falsa muerte parecerá en los días de los últimos Capetos de Francia, los rois maudits, por el último gran maestre del Temple. Su tía Mahaut d’Artois lo usará para sus envenenamientos, porque parece la muerte natural, no deja manchas en la piel, y el envenenado, enterrado solemnemente, muere de asfixia, hambre y sed y frío en su sepultura. Crimen perfecto. El agua de la fausse mort volverá a verse en el Cuatrocientos de Italia, y será la pócima que use Julieta para librarse de la boda con Paris y esperar segura el regreso de Romeo. (Shakespeare, acto IV, escena III: Come, vial! What is this mixture do not work at all? «¡Ven, frasco! ¿Y si esta mixtura no hiciese su obra?»).
Pero la hizo, y para mal de Romeo y para mal de Julieta.
Píldoras para poder escuchar pájaros cantar cuando se es sordo, pomada que permite tocar con la mano diestra el hierro al rojo vivo, la piedra negra que corta la hemorragia, la piedra azul que permite respirar bajo el agua, el elixir una de cuyas gotas en sus ojos permitirá al caballero ver todo lo que sucede en la selva de Brocelandia siete leguas alrededor de él. Todo esto lo dejó Thessala en Camelot, en la botica de la Tabla Redonda, y el gran antídoto arábigo contra el veneno de las horribles serpientes y contra las fiebres de los pantanos donde se baña el dragón. En un cuento de Dino Buzzati, un cazador de dragones, que respira el vaho que sale de la boca de la bestia, muere a poco, los pulmones quemados; pero para los de la Tabla, que mastican un compuesto de mandrágora y sangre de cordero nonnato, respirar el aliento del dragón es como respirar aire puro y fresco, en las mañanas de mayo, en los claros de la selva de Brocelandia y en las verdes colinas de Bretaña.
Aparte Thessala, hubo en la botica de Camelot todo lo que Merlín, el gran mago, inventó a lo largo de su vida. Medía agua que no se veía y pesaba polvos invisibles.

Frank R. Stockton - "¿La muchacha, o el tigre?"

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Popularísimo narrador y humorista estadounidense. Cultivó la ciencia ficción y el relato de terror. También fue autor de una gran cantidad de relatos infantiles (fue editor durante años del Saint Nicholas Magazine, una publicación para niños). Sus primeros escritos fueron, precisamente, narraciones infantiles como Ting-a-Ling (1870) o The Floating Prince and others fairy Tales (1881).
Sin embargo, su gran popularidad llegó tras la publicación de este cuento que fue objeto de numerosas críticas y polémicas con respecto a su significado.
Fue un autor prolífico y muy irregular. Junto a algunos textos que despertaron la admiración de autores como Mark Twain, Stevenson o Gertrude Stein, escribió muchos otros algo deformes, confusos a veces. Careció de un estilo depurado pero creó un universo muy particular de hechos y personajes fantásticos.
Este cuento, considerado ya un clásico de la literatura estadounidense, se publicó originalmente en el número de noviembre de 1882 de The Century (el original aquí).
La versión creo que es la de Juan Sasturain, pero no estoy segura.

Hace muchísimo tiempo vivía un rey semibárbaro, cuyas ideas —aunque bastante suavizadas gracias a la cercanía de los latinos, sus vecinos más próximos— eran fantásticas y muy poco convencionales, como correspondía a la mitad bárbara de su sangre. Era un hombre de imaginación exuberante y, además, de tan irresistible autoridad, que todas sus fantasías se convertían en realidades. Sólo se escuchaba a sí mismo y los únicos consejos que oía eran los propios. Así, cuando él y su voluntad estaban de acuerdo sobre alguna cosa, esta cosa estaba hecha. Y si todos los satélites de su sistema político y doméstico se movían dócilmente dentro de un curso establecido, su carácter se manifestaba amable y cordial; pero, curiosamente, si se producía el menor contratiempo o algo no funcionaba exactamente como él quería, el rey se mostraba aún más amable y más cordial. Y esto porque nada lo complacía más que enderezar lo torcido, y hacer desaparecer todo lo que le molestaba.
El anfiteatro público era una de las instituciones que correspondía a su mitad más civilizada; allí, la mente de sus súbditos se refinaba y se ilustraba mediante ejemplos de valor humano y animal.
Pero incluso en aquel lugar aparecía su fantasía bárbara y exuberante. El rey no había construido su anfiteatro pensando en que el público tuviera una oportunidad de escuchar rapsodias de los gladiadores moribundos; tampoco para que contemplara el inevitable final de un conflicto entre las opiniones religiosas y las fauces hambrientas, sino con un fin mucho más adecuado al aumento y al desarrollo de las energías mentales de su pueblo. El amplio circo, con sus galerías circulares, sus misteriosas bóvedas y sus pasajes secretos, era un agente de la poética justicia, donde se castigaba el crimen o se recompensaba la virtud, por la simple decisión de un imparcial e incorruptible azar.
Cuando un súbdito era acusado de cometer un crimen, cuya importancia interesaba al rey, se anunciaba públicamente que, en determinado día, el destino del acusado quedaría sellado en el circo real. Este edificio merecía muy particularmente su nombre; porque, aunque su forma y su plano provenían del extranjero, su función era muy característica de la mentalidad de este hombre, quien, como un verdadero rey, no conocía más tradiciones que las que su propia fantasía le ordenaba respetar, e introducía su poderoso idealismo bárbaro en cualquier manifestación del pensamiento y de la actitud humana.
Una vez que todo el pueblo, acudiendo al llamado, se reunía en las galerías, y que el rey, rodeado de su corte, se sentaba en su elevado sitial a un costado de la arena, aquél hacía una señal. Entonces, a sus pies se abría una puerta y el acusado hacía su entrada en el anfiteatro. Frente a él, al otro lado del recinto, había dos puertas contiguas y exactamente iguales. El deber y el privilegio de la persona juzgada consistían en acercarse a una de estas puertas y abrir una de ellas.
Podía abrir la que quisiera, sin más guía o influencia que el ya mencionado azar, imparcial e incorruptible...
Pero al abrir una de aquellas puertas idénticas salía un tigre hambriento, el más cruel y feroz que se pudiera conseguir. La fiera saltaba inmediatamente sobre el acusado y lo desgarraba en muchos pedazos, como castigo de su culpa.
De este modo, la causa criminal había quedado decidida y en ese preciso instante sonaban unas dolientes campanas de hierro, los plañideros contratados iniciaban sus tristes lamentos y todos los presentes, con las cabezas inclinadas y los corazones apesadumbrados, retomaban lentamente el camino de su hogar, condoliéndose de que una persona joven y bien parecida, o tan anciana y respetable, hubiera merecido esa horrible suerte.
Ahora, si el acusado abría la otra puerta, de ella salía una gentil dama, elegida entre todos los súbditos femeninos del rey como la más adecuada a la edad y al estado del acusado. En recompensa a su inocencia, el criminal era desposado con ella al instante. No importaba que ya poseyera una mujer y una familia, o que sus afectos estuvieran dirigidos a otra persona; el rey no permitía que circunstancias tan secundarias interfirieran en su gran plan de retribución y recompensa. Como en el otro caso, el cumplimiento era inmediato, y en la misma arena. Debajo del rey se abría otra puerta, y un ministro, seguido de un séquito de coristas y de doncellas que tocaban alegres melodías en cuernos dorados, mientras bailaban una danza nupcial, avanzaban hasta el lugar donde esperaba la pareja, uno junto al otro, y la ceremonia se cumplía con rapidez y alegría. Entonces, unas festivas campanas, esta vez de bronce, entonaban su jovial repiqueteo; el pueblo gritaba y aclamaba, y el inocente, precedido por niños que arrojaban flores sobre su camino, conducía a la desposada hasta su nuevo hogar.
Este método semibárbaro seguía el rey para administrar justicia. Su perfecta ecuanimidad era obvia. El criminal no podía saber en cuál de las puertas lo esperaba la dama: abría la que él quería, sin imaginarse siquiera si en el próximo instante sería devorado o desposado. En algunos casos el tigre salía por la puerta de la derecha, y en otros por la de la izquierda. No sólo eran ecuánimes las decisiones del tribunal, sino que además eran muy precisas: si el acusado era culpable, su castigo era inmediato; si era inocente, se lo recompensaba en el acto, quisiera o no quisiera.
Esta institución llegó a ser muy popular. Cuando el pueblo acudía al anfiteatro, en uno de esos grandes días de juicio público, no sabía qué iba a presenciar: una sangrienta matanza o un alegre casamiento. Esta especie de inseguridad daba a la reunión un interés que de otro modo no habría tenido. La muchedumbre se entretenía y se divertía, y el sector intelectual de la comunidad no podía objetar la parcialidad del fallo, puesto que toda la responsabilidad de la decisión descansaba en las propias manos del acusado.
Este rey semibárbaro tenía una hermosa hija tan floreciente como sus más desbordantes fantasías, y cuyo espíritu era tan apasionado e imperioso como el suyo. Como es costumbre en estos casos, el rey la amaba más que a la niña de sus ojos, y más que a toda la humanidad. Ahora bien, entre sus cortesanos había un joven que poseía esa pureza de sangre y esa pobreza de estado comunes a todos los héroes convencionales de las historias románticas que se enamoran de las princesas reales.
La princesa estaba muy contenta con su enamorado porque era bien parecido y valiente hasta un grado inigualable en todo el reino; ella lo amaba con una pasión alentada por todo el barbarismo que se precisa para que una pasión sea excesivamente ardiente y fuerte. Este romance siguió tranquilamente su curso durante muchos meses, hasta que un día el rey fue informado de su existencia.
El monarca no vaciló ni un instante: tenía un deber ineludible. El joven fue inmediatamente arrojado a una prisión, y se fijó el día del juicio en la arena pública. Esta, por supuesto, era una ocasión especialmente importante; y su majestad, así como todo el pueblo, se interesó sobremanera en los preparativos y en el desarrollo del juicio. Nunca había sucedido un caso semejante; nunca un súbdito se había atrevido a amar a la hija de un rey. Después, este tipo de cosas se vulgarizó bastante pero en aquella época eran nuevas y extraordinariamente asombrosas.
Se revisaron todas las jaulas de los tigres del reino, para elegir entre las bestias más salvajes y crueles al más feroz de los monstruos; los jueces más competentes examinaron las huestes de doncellas jóvenes y hermosas de todo el país para proporcionar al joven una novia apropiada, en caso de que el azar no le otorgara un destino diferente. Por supuesto, todo el mundo sabía que la acusación era cierta. Él había amado a la princesa y ni él, ni ella, ni nadie, pensaba en desmentir el hecho; pero el rey jamás permitiría que una circunstancia semejante interfiriera en la acción de un tribunal que tanto deleite y satisfacción le proporcionaba. Terminara como terminara el asunto, el joven se alejaría de su amada y desaparecería de la escena; entonces el rey tranquilamente podría dedicarse a contemplar la marcha de los acontecimientos que determinarían si el joven había procedido mal o bien al entregarse a su amor por la princesa.
Llegó el día fijado. El pueblo acudió desde lejos y desde cerca hasta colmar las grandes galerías del circo; enormes muchedumbres, imposibilitadas de entrar, se agolparon junto a las paredes exteriores. El rey y la corte se instalaron en sus lugares respectivos, frente a las puertas gemelas, esos fatales portones tan terribles en su similitud.
Todo estaba listo. Se dio la señal. Una puerta se abrió debajo de la asamblea real, y el amado de la princesa entró a la arena. Alto, hermoso, rubio, su aparición fue recibida con un murmullo de admiración y de ansiedad. La mitad del auditorio ignoraba que un joven tan apuesto hubiera vivido en su seno. ¡No era extraño que la princesa lo amara! ¡Qué terrible situación la suya!
Mientras el joven avanzaba por la arena, se dio vuelta, como era la costumbre, para saludar al rey; pero él no pensaba en el real personaje: sus ojos se fijaron en la princesa, sentada a la derecha de su padre. Sin esa mitad bárbara de su naturaleza, es posible que la doncella no hubiera acudido al circo; pero su espíritu ferviente y apasionado no le permitía alejarse de una ocasión que tan terriblemente le interesaba. Desde el instante del decreto que decidía el juicio de su enamorado en el circo real no había pensado, ni de noche ni de día, sino en este gran acontecimiento y las diversas circunstancias que lo rodeaban. Como poseía más poder, más influencia y más fuerza de carácter que cualquier otra persona que se hubiera interesado en un caso semejante, consiguió lo que nadie había logrado antes: poseer el secreto de las puertas. Sabía en cuál de los dos recintos estaba la jaula abierta del tigre y en cuál esperaba la dama. Era imposible que a través de esas gruesas puertas, interiormente tapizadas con pesadas pieles, llegara ningún ruido o aviso premonitor hasta la persona que debía acercarse para alzar el cerrojo de una de ellas; pero el oro y el poder de una voluntad femenina habían permitido a la princesa conocer el terrible secreto.
Y no sólo sabía en cuál recinto estaba la dama lista para aparecer radiante y ruborizada en cuanto abrieran su puerta, sino que también sabía quién era ella. Era una de las más hermosas y encantadoras doncellas de la corte, elegida para recompensar al joven acusado si llegaba a demostrar que era inocente del crimen de pretender a una persona de tan elevada situación; y la princesa la odiaba. Muchas veces le había parecido que los ojos de ella se detenían en el rostro de su amado y que esas miradas eran advertidas y correspondidas. De vez en cuando los había visto conversando juntos; sólo durante uno o dos minutos, pero mucho puede decirse aun en tan breve lapso. Quizás hablaran sobre temas sin ninguna importancia, mas, ¿cómo saberlo? La muchacha era encantadora, pero se había atrevido a levantar sus ojos hasta el elegido de la princesa; y, con toda la intensidad de su sangre salvaje, ella odiaba a esa mujer que temblaba ruborosa detrás de esa silenciosa puerta.
Cuando el joven se dio vuelta y sus ojos se encontraron con los ojos de la princesa, allí sentada, más pálida y más blanca que ninguna, entre el océano de caras ansiosas que la rodeaba, él vio, gracias a ese poder de comprensión inmediata otorgado a quienes han unido sus almas en una sola, que ella sabía detrás de cuál puerta se agazapaba el tigre y detrás de cuál estaba la dama. Él lo había previsto. Conocía su carácter, y estaba seguro de que ella no descansaría hasta descubrir ese secreto, ignorado por todos los otros concurrentes, incluso por el rey. La única esperanza cierta del acusado era la posibilidad de que la princesa descubriera el misterio; y en el instante de mirarla comprendió que ella lo había descubierto, como su espíritu en el fondo suponía.
Entonces, con una mirada rápida y ansiosa, preguntó:
“¿Cuál?"
Ella lo comprendió tan claramente como si se lo hubiera gritado. No había que perder un instante. La pregunta había sido hecha en un relámpago: había que contestarla en otro.
Su brazo derecho reposaba sobre el parapeto tapizado. Levantó la mano e hizo un leve y rápido movimiento hacia la derecha. Sólo su amado lo vio. Todos los ojos, excepto los suyos, estaban fijos sobre el hombre de la arena.
Él se dio vuelta, y con paso firme y rápido cruzó el espacio vacío. Todos los corazones cesaron de latir, todas las respiraciones se contuvieron, todos los ojos se inmovilizaron y se clavaron en el hombre. Sin la menor vacilación, él se acercó a la puerta de la derecha y la abrió.
¿Salió el tigre por esa puerta, o salió la doncella? Este es el nudo de la historia.
Mientras más lo pensamos, más difícil nos parece la respuesta. Tiene implícito un estudio del corazón humano que nos llevaría a través de complicados laberintos pasionales, de donde es muy difícil salir. Piénsenlo bien, queridos lectores, no como si la decisión dependiera de ustedes mismos, sino de esa apasionada y semibárbara princesa, con su alma debatiéndose entre los dos ruegos combinados de la desesperación y de los celos. Ella ya lo había perdido: ¿quién lo poseería ahora?
¡Cuántas veces, en sus horas de vigilia, un salvaje horror la había consumido! ¡Y cuántas veces se había cubierto el rostro con las manos, al imaginar que su amado abría la puerta donde las crueles garras del tigre lo esperaban!
Pero ¡cuántas veces más, en esas mismas horas de vigilia, había soñado, casi vivido, que su amado se encontraba en la otra puerta! Y en esos dolientes ensueños, ¡cómo había apretado los dientes, y se había tirado el cabello, al vislumbrar su gesto de deleite al abrir la puerta y encontrarse con la bella muchacha! ¡En qué agonía se había encendido su alma, cuando lo veía precipitarse hacia esa mujer, con las mejillas ardientes y los ojos brillantes de triunfo; cuando lo veía conducirla del brazo, con todo el cuerpo enardecido por la alegría de la multitud, y el loco repiqueteo de las campanas felices; cuando veía al ministro acercarse con su séquito jovial hasta la pareja y convertirlos en marido y mujer ante sus propios ojos; y cuando los veía alejarse, juntos, sobre un camino de flores, perseguidos por los alaridos tremendos de la alegre multitud, donde su solitario grito de desesperación se perdía y naufragaba!
¿No sería mejor que él muriera al instante, y fuera a esperarla en las bienaventuradas regiones de una semibárbara eternidad?
¡Y, sin embargo, ese horrendo tigre, esos gritos, esa sangre!
Su decisión había sido tomada en un instante, pero sólo después de noches y días de angustiosa meditación. Ella sabía que él preguntaría, había decidido su respuesta y, sin la menor vacilación, había movido su mano hacia la derecha.
Este asunto de su decisión no puede ser encarado con ninguna ligereza, y no tengo la pretensión de considerarme capaz de resolverlo. Y por lo tanto, lo dejo en las manos de los lectores: ¿Quién salió por la puerta abierta? ¿La dama o el tigre?

Morris Lurie - "Pasta de dientes francesa"

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Novelista, dramaturgo, guionista de cine, autor de libros infantiles, ensayista y, sobre todo, cuentista australiano de origen judío. Muchos de sus trabajos exploran con humor las aventuras y desventuras de los judíos australianos de su generación. Ha sido colaborador de revistas como The New Yorker o Punch
Este cuento pertenece al volumen "Happy times" publicado en 1969.
La versión es la de Susana Puyo Tremosa.

Mi pasta de dientes es francesa. Société parisienne d’Expansion chimique, pone en el tubo. Pâte gengivale spéciale. Es de color rosa tirando a rojo. En la tienda no tenían la marca que uso normalmente. Mi cepillo de dientes también se ha quedado de ese mismo color. Mi cepillo de dientes es de Gran Bretaña. Kent. Cerdas de nylon. Semi-duro.
Isaac Schur, de treinta años de edad, unas veces feliz, otras triste, dramaturgo y poeta, después de varias escalas llegó a la casa de un amigo suyo que vivía en Lindos, en la isla de Rodas, y se acomodó allí en una habitación blanca del piso de arriba, con vistas a la Acrópolis y a la restante tercera parte de un teatro griego, y allí, en una tarde de abril, con el mar prácticamente blanco y sólo una nube en el cielo, sólo una, a modo de humareda de cañón que se dejaba arrastrar lentamente, encendió un cigarrillo y se puso a hacer inventario.
Stukas. Cigarrillos griegos. ¿Se les puso este nombre en honor de los aviones de guerra alemanes? ¿Es éste el humor griego: aviones siempre encendidos? Mi máquina de escribir es italiana, mi pañuelo es suizo, mis zapatos daneses, mi pitillera de Yugoslavia. Hecha a mano. La tapa chirría. Escucha.
En vez de eso, oyó el rebuzno de un burro. No hay nada tan penoso ni tan aparentemente doloroso como el rebuzno de un burro e Isaac Schur esperó y no pensó en nada hasta que el burro, cansado de rebuznar, emitió sus últimos sonidos, y todo quedo otra vez en silencio. Reinaba una verdadera quietud. Aunque el rebuzno del burro había cesado, a Isaac Schur le parecía que todavía se oía y lo vio como un soplo de humo, como aquella única nube en el cielo, corriendo por las calles adoquinadas, entre casas de fachadas inclinadas, girando y rodando entre las paredes encaladas – capa de cal sobre capa de cal y aún otra, siempre desconchándose – escaleras abajo, doblando esquinas, y entonces de pronto escapándose del laberinto de calles e irrumpiendo en la platia, ensanchándose, haciéndose cada vez más grande, sobre la fuente y sobre los árboles, mar adentro, libre. Luego, en su imaginación, lo vio alzarse, cada vez más alto, hacerse azul y desparecer.
Mi reloj es suizo, pero comprado en Singapur. Mi máquina fotográfica es japonesa, comprada en Hong Kong, pagada en dólares americanos. Mi chaleco de hilo es austriaco. Mi camisa es española, pantalones británicos, jersey de Escocia, calcetines comprados en un barco y carecen de etiqueta. Estaba lloviendo en Viena. ¿Quién era aquélla de ojos azules? Mi monedero es egipcio, mi toalla está hecha en Estados Unidos. El carrete en la máquina de fotografiar (japonesa) es inglés. Mi jabón es Pears Transparent. Mis hojas de afeitar son canadienses, la espuma de afeitar es americana, aunque fabricada bajo licencia en Inglaterra. ¿De Oslo, Jerusalén, Fez? Nada.
Echó una mirada a todas sus maletas y anotó el lugar donde estaban hechas. Leyó la etiqueta de todas sus camisas, de su ropa interior y de sus sombreros. El paraguas lo había comprado en Inglaterra, aunque no había nada escrito que diese cuenta de que estaba fabricado allí. Encendió otro cigarrillo. Stuka. Con una cerilla inglesa de marca Brymay. Contenido medio 54. Largas.
Entonces bajó.
El amigo en cuya casa se alojaba Isaac Shur estaba en Atenas y había telefoneado diciendo que estaría de vuelta dentro de uno o dos días. Un señor griego, bajito y rechoncho, el ayudante del cartero, había avisado a Isaac Shur que fuera a la oficina de correos para hablar por aquel teléfono instalado en la pared. Allí vería a aquella señora mayor y a aquellos niños que permanecían de pie, quietos y sin decir palabra, esperando que se repartiese el correo del día y escuchando lo que decía Isaac Shur. Por cierto, Isaac Shur se dio cuenta que el teléfono estaba hecho en Alemania.
La casa del amigo de Isaac Shur es grande, edificada alrededor de un patio, el patio embaldosado como lo están todos los patios de Lindos, con unas piedrecillas fluviales en blanco y negro más lisas que las monedas viejas, puestas de canto y ordenadas en formas tradicionales. Isaac Shur se dio cuenta de que en una punta las piedrecillas se habían salido y estaban sueltas, planas como judías derramadas.
En las paredes de la casa hay reproducciones de Matisse, Picasso, Delacroix, Van Eyck, y eso lo hizo pensar en su cinturón. Recordó que también estaba hecho en Italia. Comprado en Florencia. En un mercadillo de la calle. Y mi caja de botones también.
Permanecía de pie en el patio contemplando la blanca nube de humo que había en el cielo, y entonces miró su reloj. Pensó en la correa. Era de nylon. Comprada en Gibraltar. Fabricada en Japón. Las cinco y diez minutos. Un pintor de Río de Janeiro le había invitado a tomar algo a las cinco. Decidió llevarse el paraguas. En Lindos la puerta hacia el verano no está todavía muy abierta en abril y las aparentes nubes del cielo azul pueden convertirse en lluvia. Los paraguas son baratos aquí, pensó. También el whisky y la gasolina. Pero los griegos, pensó, no beben whisky y el ruido de las motocicletas y ciclomotores suena como si funcionasen con gasolina de la más baja calidad.
Cogió el paraguas, cerró la puerta con llave y se fue caminando hacia la casa del pintor de Río de Janeiro.
—¡Entra! —le dijo el pintor.
Se sentaron en el tejado de la casa del pintor, tomando ginebra con naranjada y mirando por encima de los tejados del pueblo – la Acrópolis ahora por un lado, el teatro griego oculto – al mar. El mar había cambiado completamente de color, como suele suceder allí, en los meses anteriores al verano. En ese momento era de un gris pizarra e iba oscureciéndose rápidamente. Isaac Shur se puso a mirar con atención las alpargatas del pintor y se preguntó si serían españolas o de algún otro sitio.
Vio que la ginebra era Gordon’s London Gin y la naranjada estaba en una botella de Johnnie Walker a la que le habían quitado la etiqueta. El pintor contó a Isaac Shur una divertida historia acerca de un francés al que habían engañado en Atenas cuando compraba lo que creía ser una antigua moneda griega. Isaac Shur sonrió y cuando el pintor se dirigió hacia abajo a volver a llenar su vaso, se inclinó e intentó ver la etiqueta del cuello de la camisa de éste, aunque no pudo verla bien. Parecía que la etiqueta tenía algo escrito en inglés. Río, pensó, y de pronto una extraña sensación se apoderó de él. No era del todo agradable, ni excitante, ni se trataba de aquella sensación nerviosa que de seguro habría tenido pocos años antes pensando en Río, Sudamérica, un sitio donde no había estado, y entonces miró de manera repentina hacia el mar y su mente se quedó completamente en blanco. El mar estaba realmente negro.
A las seis, aunque el cielo todavía estaba despejado y claro, se había levantado un poco de aire fresco; por eso se fueron al piso de abajo y se aposentaron frente al fuego que la criada del pintor había encendido pronto por la mañana. Aquel fuego es griego, pensó Isaac Shur. Hecho en Grecia. Hecho de trozos de árboles que crecen en la isla de Rodas y está quemando el aire griego.
—¿Qué? —dijo cuando el pintor le preguntó algo—. Lo siento, yo...
A las ocho se fue para la casa del escritor, que vivía al otro lado del pueblo, a donde había sido invitado a cenar. Se cruzó con un viejo griego que llevaba calzones de pana y botas altas y que lo saludó inclinando la cabeza. El hombre era tan viejo, alto, encogido y con un bigote tan enorme que Isaac Shur pensó por un momento que estaba en Rusia y que el viejo era un campesino de Georgia donde la gente vive tantos años, recordó. ¿Georgia? ¿Vejez? Salió de una calle y fue a dar a aquella vieja plaza, a la que nunca acudían turistas, con su viejo árbol y sus ramas de madera y un anuncio mal escrito de cerveza en la pared. Fix. El cual una vez había sido Fuchs. Pensó en las cervezas que había bebido, cerveza griega, italiana, Tuborg y Carlsberg en Copenhague, Amstel en Rotterdam, Schlitz, Guinness en Dublín en un pub lleno de humo donde decantaron la jarra para formar una letra en la espuma que quedaba al haber sido volcada, John Courage en Kent, fuerte y amarga cerveza australiana, cerveza Tiger en Hong Kong, pero los nombres de las marcas de Yugoslavia, Budapest, Viena, Berlín, no los recordaba. Campanas de cobre tintineaban en la calle que subía a la Acrópolis, la calle de los turistas, la cual en otro mes del año estará llena de alemanes y de suecos, mujeres gordas balanceándose encima de los burros, a horcajadas en duras sillas de montura, los chicos griegos que las perseguirán riendo a lo largo del camino.
Las alfombras y los platos cuelgan de las paredes, pero es demasiado tarde por hoy y demasiado temprano en el año.
—Cali spera —le dijo una mujer que llevaba una jarra de agua. Buenas tardes. Murmuró algo como respuesta. Necesitaré unas sandalias, pensó, si decido quedarme aquí. Fabricadas en Grecia. No tengo nada hecho en Grecia. A excepción de los Stukas, que en realidad no cuentan.
El escritor había preparado una sopa de judías y para después pollo. Comieron a la luz de unas linternas y el escritor puso para Isaac Shur los últimos discos de jazz que había recibido tan sólo hacía un día. Durante la comida, Isaac Shur oyó que el viento era
cada vez más fuerte y se preguntó si llovería.
—¿Son americanos estos discos? —preguntó.
—Yeah... —dijo el escritor con acento muy americano—. Bueno, y debiste ver la que se armó cuando los fui a buscar a correos. ¡Hombre!, yo...
Pero Isaac Shur no le estaba escuchando. Esta alfombra es turca, pensó. Y estos platos son – los levantó con cuidado y leyó lo que estaba escrito en ellos por la parte de abajo – Cerámica Árabe. Elaborada en Finlandia. Lo leyó y repasó una y otra vez la etiqueta de un tarro de mermelada que estaba en la mesa. Dundee y Croydon. Hecha de naranjas de Sevilla en almíbar azucarado. Peso neto 1 libra (454 gr.). Mermelada de Naranja Dundee. Dundee y Croydon. Peso Neto.
Salió a las doce y se fue andando hacia la casa en la que se alojaba. No se encontró con nadie. Había llovido y los adoquines estaban de un negro lustroso. Abrió la puerta, dejó el paraguas en el patio, apoyándolo contra la pared y se fue hacia la habitación blanca de arriba – que daba a la Acrópolis y la restante tercera parte del teatro griego – donde dormiría esta noche. Se sentó a la mesa y se quedó mirando fijamente su máquina de escribir. Fabricada en Italia. Encendió un Stuka. Cerillas Brymay. Se respaldó en la silla y miró fijamente por la ventana. Las luces de la calle del pueblo destellaban e iluminaban trocitos de pared blanca, pero por todo el pueblo se alzaba la niebla prieta y la Acrópolis se hacía invisible ante el cielo de la noche. Isaac Shur se levantó y salió afuera con el cigarrillo en la mano. Miró al cielo. Estaba despejado y se podían ver las estrellas, aunque él sabía que no serían tantas como las que vería cuando cortaran la luz. La luna todavía no había salido. Tiró el cigarrillo a la calle y volvió a su habitación.
A la una, se apagaron las luces en el pueblo e Isaac Shur se sentó a la mesa y permaneció inmóvil. No estaba cansado. Su mente estaba despejada aunque no poseía aquella peculiar fuerza estremecedora que precedía a un pensamiento creativo. Aquello ocurría cuando estaba a punto de crear un poema o una escena, entonces, en esos casos, su mente era tan aguda como un trocito de papel plateado en el viento, crujía sonaba, pasaba rápidamente dando vueltas, y entonces escuchaba voces, veía una inmensidad de colores y sus manos temblaban de entusiasmo. Pera esta vez no era así. Esta vez la sensación era bastante diferente. Los cordones de mis zapatos son portugueses, pensó y entonces revisó todas sus pertenencias, francesas, inglesas, americanas, holandesas, una y otra vez, camisas, pantalones, equipaje, máquina de escribir, y cuando había repasado la lista tres veces, gritó:
—¡Ya basta!
Pero no pudo dejar de pensar. Hecho en España, se repetía en su mente. Hecho en Viena, hecho en Japón, hecho en Estados Unidos. Pâte Gingivale Spéciale. Pears Transparent. Quink.
El pueblo sin luz alguna tenía un aspecto más luminoso y blanco que le daban las luces de las estrellas. Isaac Shur vio que la luna ya había salido. El pueblo estaba sumido en un completo silencio; no se veía a nadie. El mar se hacía invisible, como si fuese un agujero negro. El viento se había aplacado. Isaac Shur se sentó y permaneció sin moverse en la mesa de la habitación del piso de arriba de la casa de su amigo. El aquel momento un gallo empezó a cantar. Cantaba desde el otro lado del pueblo, más allá del cine y la iglesia. Se oía lejos y el sonido era todavía claro. Cantaba completamente solo e Isaac Shur podía imaginar que se encontraba en un patio oscuro bajo la descamada pared, cantando con todas sus fuerzas.
—¡Quiquiriquí! ¡Quiquiriquí!
A Isaac Shur el canto le pareció lleno de pánico y de sobresalto. Cantaba una y otra vez, se trataba del mismo canto cada vez, con una pausa en medio, pero sin obtener respuesta. En ese momento, desde el otro lado del pueblo, muy cerca de donde Isaac Shur estaba sentado a oscuras, se oyó otro gallo que respondió al canto. Alternaban, primero uno, luego otro, de punta a punta del pueblo. El primero seguía cantando del mismo modo, igualmente asustado, con un tono de pánico, y en las pausas el segundo gallo respondía.
Después, un tercer gallo empezó a cantar, y luego un cuarto y entonces a Isaac Shur le vino a la cabeza la imagen de todos los gallos cantando en la noche. Vio al primero de todos que se despertaba solo y asustado bajo las estrellas, gritando aterrorizado:
—¿Hay un Dios? ¿Hay un Dios?
Su grito despertó a un gallo católico que cantaba:
—¡Salve María Madre de Dios!
Entonces un gallo griego ortodoxo se despertó y empezó a cantar con todas sus fuerzas:
—¡Salve! ¡Salve! —despertando a un cuarto que se puso a cantar:
—¡Amén! ¡Amén!
A ellos se unió un quinto gallo, y un sexto:
—¡Creemos!, ¡Creemos! —ellos cantaban.
—¡Padre, Hijo y Espíritu Santo!
—¡Amén! ¡Amén! —gritó un burro.
—¡Aleluya! —gritó el gallo justo a la altura de la ventana de Isaac Shur.
—¡Dios! ¡Dios! —ladró un perro.
Ya estaban despiertos todos los animales del pueblo y cantaban, pájaros judíos, anglicanos, presbiterianos, perros de todas sectas, congregaciones de pollos, mormones, cuáqueros, gallos de todas las iglesias. Gritaban a los cielos:
—¡Aleluya! ¡Dios! ¡Santa María y Espíritu Santo! ¡Amén! ¡Amén! —siendo enorme el sonido de su creencia.
En ese momento Isaac Shur oyó puertas abriéndose y cerrándose de golpe, oyó los pasos de alguien corriendo, latas cayendo estrepitosamente contra las paredes.
—¡Dios! ¡Dios! —ladraban los perros.
—¡Aleluya! —cantaban los gallos.
Y continuaron así durante diez, veinte minutos, los perros ladrando sin parar, los gallos cantando con todas sus fuerzas. Más puertas que se abrían de golpe, más latas que caían con estrépito, también se oían gritos, llamadas. Entonces, muy lentamente, las voces se fueron callando una a una. Ladraron tres perros, luego dos, finalmente uno, y justo entonces los coros iban muriendo en todo el pueblo, primero este gallo, luego aquél, y el último sonido que Isaac Shur escuchó aquella noche fue el del primer gallo, el que estaba al otro lado del pueblo, más allá del cine y la iglesia, todavía cantando solo y asustado:
—¿Hay un Dios? ¿Hay un Dios?
Entonces, finalmente, aquel gallo también calló.


Este cuento pertenece al volumen "Un hombre muerto a puntapiés" publicado en 1927.

El joven Z se matriculó en el año de Patología el quince de octubre de mil novecientos veinticinco.
Puede afirmarse que, primordialmente, el desgraciado joven Z tuvo 3 amigos: A, B y C. C es el cuentista.
Mi nunca bien admirado amigo Z fue un mártir del análisis introspectivo y de su buena voluntad de paciente. Mi amigo Z pudo estudiar la materia íntegra sobre sí mismo, progresivamente, a medida que su ojo hecho de tragedia se comía las páginas del inocente Collet.
Aunque no era tuerto, digo “su ojo”, porque es mejor decir “su ojo” que “sus ojos” Siguiendo el sistema del segundo capítulo de mi RELATO, afirmo que para mi recordado amigo, muy justicieramente desde luego, la letra Z fue la más importante del alfabeto.
Y de conformidad con lo dicho en el tercer capítulo, para perpetua lamentación nuestra, acaecióle lo que en éstos se refiere:

REUMATISMO ARTICULAR AGUDO
En los primeros meses de estudio fue asaltado por el peligrosísimo reumatismo articular agudo; un insistente dolor en la muñeca derecha, que mantuvo en constante tensión de ánimo a sus amigos A, B y C.
Consecuencias autopronosticadas por el espíritu analítico de Z: peligrosísimas afecciones cardíacas. Etiología: la maldición de las habitaciones húmedas. Todas las habitaciones son húmedas. ¿Qué haría Z? Z era el joven más desgraciado del mundo. Las letras del alfabeto estaban óseamente atacadas de indiferentismo. Z podía morirse como un perro.

CAPÍTULO DE LECTURA PROHIBIDA
Atropellada, irrazonada, inexplicablemente, Z, mi inolvidable amigo, tomó vergonzosa infección uretral. ¡La compasión universal sobre Z! Pero todos tienen la compasión acorazada por durilones...
Etiología: conocida pero inefable. Consecuencias: la inminente estrechez uretral.
¿Qué hacer? ¡Oh! ¿Qué hacer?... En fin, tras los tres meses ir por las boticas en busca de ciertos tubillos para precaver... alguna amargura a los cuarenta años.

HEMORROIDES
Una pequeña dificultad y consulta empecinada de los textos. Z tuvo una enfermedad gravísima, tenaz, mortificante.
Esta enfermedad mortificante preséntase, según los textos, a partir de los 30 a 40 años, en la mayor parte de los casos. Dejando a un lado lo de “la mayor parte”, para seguridad, Z llegó a dudar si estaría entre los 30 y los 40. “Artríticos, gross mangeurs (grandes comedores), sedentarios, constipados”. Constipados, constipados... Me consta que mi inolvidable amigo se desconstipó con exquisito aceite; pero no me consta que se haya hecho “petit mangeur”.

VARICES
Minúscula dilatación venosa en la cara ánteroexterna de la pierna derecha. Decididamente era Z el joven más desgraciado del mundo. ¡Las várices, las várices! Ulceras varicosas, elefantiasis varicosa.
“En habiendo dos causas promotoras de este terrible mal, las causas profesionales y las mecánicas, una de las dos, irremediablemente, debe haber operado sobre mi organismo. La prolongada posición vertical... mozos de hotel... ¿He dicho yo mozo de hotel? Pero debo sentarme: ¿por qué estoy parado? Las ligas... ¿por qué me pongo ligas?”

MOLLUSCUM PENDULUM
El Profesor ha enseñado a sus alumnos al pobre hombre que tiene mulluscum pendulum. Una gran bomba al final del raquis. Bomba colgante, badajeante.
En secreto me refirió mi amigo Z que todas las noches se llevaba la mano “al sitio”, tembloroso, presintiendo encontrarse de improviso con la gran bomba que le vapulearía los muslos.

TAQUICARDIA PAROXÍSTICA ESENCIAL
Pero todo eso es nada. Z compró definitivamente la muerte, en la “Universal” y por el cómodo precio de veinticinco sucres, en forma de un aparatillo con tripas. Un aparatillo que lleva el corazón del paciente a las orejas del experimentador.

Son curiosas estas curvas prolongadoras, establecidas entre la víctima y un hombre cejijunto. Z fue víctima y hombre cejijunto, de manera empecinada.
Tenía un sillón cómodo. Y he aquí el proceso criminal del sillón, los libros y el fonendoscopio, operantes sobre la desgracia de mi amigo: al entrar, la peor de todas las apariencias, era el sillón quien se posesionaba de su cuerpo. La mano derecha a la muñeca izquierda para contar las pulsaciones de la arteria radial. Luego la misma mano al corazón: temblores, ansias; atropellado crujir de botones y el fonendoscopio sobre el sístole y el diástole, mientras la víscera llama al tabique pectoral con la misma llamada de una mano insistente sobre una puerta cerrada. Hay que comprender la rotación progresivamente acelerante del ritmo en la corriente establecida entre la caja Bianchi y el cerebro, por intermedio de las tripas y los conductos auditivos. Como un aro impulsado sistemáticamente hasta la pesadilla.
Hay que comprender las funciones del gran simpático y el neumogástrico, el paro forzoso. La vida en un punto.
Hay que comprender nuestra estupidez ante la visión de la nada.
Y como esto estaba muy bien meditado por Z, su corazón llamaba tan imperiosamente como el amo que se quedó en la calle, en noche lluviosa, a su puerta.
Siempre el fonendoscopio avisorando la muerte del neumogástrico.
tac,
tac,
tac
mientras Z enrojece, se le saltan los ojos, se le paran los pelos.
Hasta que el gran golpe definitivo rompió la pared toráxica y la punta cardíaca salió a mirar la caja Bianchi, atrayente por el hilo que tiraba desde el cerebro de la víctima cejijunta.

Una lágrima... (¿Una lágrima?... ¡Oh! así lo ponen en las coronas fúnebres) Una lágrima sobre los huesos de mi amigo.

Mia Couto - "Rosa Caramela"

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Pese a estar en una línea más lírica, alejado del humor crítico de otros cuentos, siempre aparece alguna pulla sobre la situación política mozambiqueña. Parece marca de la casa.
Este cuento pertenece al volumen "Cada hombre es una raza".
La versión es la de Mario Morales y Mario Merlino.

Encendemos pasiones en la mecha del propio corazón.
Lo que amamos es siempre lluvia,
entre el vuelo de la nube y la prisión del charco.
Al final somos cazadores
que a sí mismos se hieren con su azagaya.
En el lanzamiento certero
va siempre algo de quien dispara.

De ella se sabía muy poco. Se conocía así, jorobada-gibosa desde niña. La llamábamos Rosa Caramela. Era de esas a quienes se les pone otro nombre. El que tenía, por naturaleza, no servía. Rebautizada, parecía más a tono como ser de este mundo. De ella no queríamos aceptar parecidos. Era Rosa. Subtítulo: la Caramela. Y nos reíamos.
La jorobada era un mezcla de todas las razas. Su cuerpo cruzaba muchos continentes. La familia se había alejado apenas la hubo entregado a esta vida. Desde entonces, el escondrijo de ella no era un lugar para ser visto. Era una casucha hecha de piedra espontánea, sin cálculo ni plomada. En ella, la madera no había ascendido a ser tabla: seguía siendo tronco, pura materia. Sin cama ni mesa, la jorobada no se atendía a sí misma. ¿Comía? Nunca nadie le vio sustento alguno. Incluso sus ojos le eran insuficientes por esa falta de querer, un día, ser mirados, con ese redondo cansancio de haber soñado.
A pesar de todo, su cara era bonita. Excluyendo su cuerpo, era capaz de despertar deseos. Pero si por detrás la observaran entera, enseguida se anularía tal lindura. Nosotros la veíamos que vagaba por las aceras, con sus pasitos cortos, casi juntos. En los jardines, ella se entretenía: hablaba con las estatuas. De las enfermedades que padecía, ésa era la peor. Todo lo demás que hacía eran cosas con un silencio escondido, nadie veía ni nadie oía. Pero eso no, nadie podía admitir que parlotease con estatuas. Porque el alma que ella ponía en esas charlas llegaba incluso a asustar. ¿Quería curar la cicatriz de las piedras? Con maternal inclinación, consolaba a cada estatua.
—Espera yo te limpio. Voy a quitarte la suciedad, es suciedad de ellos.
Y pasaba una toalla, inmundísima, a esos cuerpos petrimuebles. Después volvía a tomar los atajos, iluminándose a intervalos en el círculo de cada poste.
De día nos olvidábamos de su existencia. Pero, en las noches, el claro de luna nos confirmaba su silueta tortuosa. La luna parecía pegársele a la jorobada, como moneda en mano avara. Y ella, frente a las estatuas, cantaba con ronca e inhumana voz: les pedía que salieran de la piedra. Soñaba demasiado.
Los domingos ella se recogía, nadie podía verla. La vieja desaparecía, celosa de los que llenaban los jardines, alterando el sosiego de su territorio.
De Rosa Caramela, finalmente, no se buscaba explicación alguna. Sólo un motivo se contaba: cierta vez, Rosa se había quedado con las flores en la mano, inmóvil a la entrada de la iglesia. El novio, ese que tenía, tardó en llegar. Tardó tanto que nunca llegó. Él le había advertido: no quiero ceremonias. Vamos tú y yo, solamente los dos. ¿Testigos? Sólo Dios, si estuviera desocupado. Y Rosa suplicaba.
—Pero ¿mi sueño?
Toda la vida ella había soñado con la fiesta. Sueño de brillos, cortejo e invitados. Sólo ese momento era suyo, ella una reina, preciosa como para despertar envidia. Con el largo vestido blanco y el velo disimulando su espalda deforme... Afuera, mil bocinas. Y ahora, el novio le negaba la fantasía. Se deshizo de sus lágrimas, ¿para qué otra cosa sirve el dorso de las manos? Aceptó. Que fuera como él quisiera.
Llegó la hora, pasó la hora. Él no vino ni llegó. Los curiosos se fueron, llevándose sus risas, sus mofas. Ella esperó y esperó. Nunca nadie esperó tanto tiempo. Sólo ella, Rosa Caramela. Se acurrucó en el consuelo del peldaño, la piedra sosteniendo su universal desencanto.
Historia que cuentan. ¿Tiene algo de verdad? Lo que parece es que no había ningún novio. Ella había sacado todo aquello de su ilusión. Se había inventado como novia, Rosita-enamorada, Rosa-casadera. Pero como nada de eso sucedió, mucho le dolió el desenlace. Su razón quedó herida. Para sanar sus ideas, la internaron. La llevaron al hospital, no quisieron saber más. Rosa no tenía visitas, nunca tuvo el alivio de una compañía. Ella hablaba a solas, abandonada. Se hizo hermana de las piedras, de tanto apoyarse en ellas. Paredes, suelo, techo: sólo las piedras le daban cabida. Rosa descansaba, con la levedad de los apasionados, sobre los fríos pavimentos. La piedra era su gemela.
Cuando le dieron el alta, la jorobada salió en busca de su alma mineral. Fue entonces cuando se enamoró de las estatuas, solitarias y compenetradas. Las vestía con ternura y respeto. Les daba de beber, las socorría en los días de lluvia, en la estación fría. Su estatua preferida era la del pequeño jardín, frente a nuestra casa. Era el monumento de un colonizador de nombre ilegible. Rosa desperdiciaba las horas en la contemplación del busto. Amor sin correspondencia: el hombre de la estatua permanecía siempre distante, sin dignarse a prestar atención a la jorobada.
La veíamos desde el balcón de nuestra casa de madera, bajo el techo de zinc. Mi padre, sobre todo, la veía. Se callaba, de hecho, todo. ¿Era la locura de la jorobada la que nos hacía perder el juicio? Mi tío bromeaba, para salvar nuestra posición:
—Ella es como el escorpión, lleva el veneno en las espaldas.
Compartíamos las risas. Todos, excepto mi padre, quien sobresalía intacto, grave.
—Ninguno de ustedes ve su cansancio. Cargando siempre las espaldas en sus espaldas.
A mi padre le afligía mucho el cansancio ajeno. Él, de hecho, no daba golpe. Se sentaba. Se aprovechaba de los muchos sosiegos que da la vida. Mi tío, hombre enérgico, lo aconsejaba:
—Juca, hermano, búscale un sentido a la vida.
Él asentía, lentísimo.
—Ya conocen el contrato: se los llevan y después, cuando regresen, me cuentan cómo fue el partido.
Y se inclinaba a sacar los zapatos de debajo de su silla. Se agachaba con tanto esfuerzo que parecía estar agarrando el mismo suelo. Subía el par de zapatos y los miraba con fingida despedida:
—Me cuesta.
Sólo debido al médico se quedaba. Le prohibieron los excesos del corazón, las prisas de la sangre.
—Maldito corazón.
Se golpeaba el pecho para castigar el órgano. Y volvía a conversar con el calzado:
—Atención, zapatitos: tenéis que volver a la hora señalada.
Y recibía el dinero por adelantado. Se quedaba contando los billetes con muchos gestos. Era como si leyera un libro grueso, de esos que gustan más de los dedos que de los ojos.
Mi madre era la que ponía los pies sobre la tierra. Salía a su oficio muy temprano. Llegaba al bazar, la mañana era aún pequeña. El mundo se transparentaba, como estrella solar. Mi madre arreglaba su puesto antes que las otras vendedoras. Entre las coles apiladas se veía su cara gorda de tristes silencios. Allí se sentaba, ella y el cuerpo de ella. En la lucha por la vida, mi madre nos rehuía. Llegaba y partía estando oscuro. De noche, la escuchábamos, reprendiendo la pereza de mi padre.
—Juca, ¿tú piensas en la vida?
—Pienso, y mucho.
—¿Sentado?
Mi padre se ahorraba las respuestas. Ella, sólo ella lamentaba:
—Yo solita, trabajando dentro y fuera.
Al poco rato, las voces se apagaban en el corredor. De mi madre aún restaban suspiros, desmayos de su esperanza. Pero nosotros no le echábamos la culpa a mi padre. Él era un hombre bueno. Tan bueno que nunca tenía razón.
Y a eso se reducía la vida en nuestro pequeño barrio. Hasta que, un día, nos llegó la noticia: Rosa Caramela estaba presa. Su único delito: venerar a un colonialista. El jefe de las milicias dictó sentencia: añoranza del pasado. La locura de la jorobada escondía otras razones políticas. Así habló el comandante. De no haber sido eso, ¿qué otro motivo tendría ella para oponerse, con violencia y cuerpo, al derrumbe de la estatua? Sí, porque el monumento era un pie del pasado a rastras por el presente. Urgía circuncidar a la estatua por respeto a la nación.
De manera que se llevaron a la vieja Rosa para curarla de los desavíos que alegaban. Sólo entonces, en su ausencia, vimos hasta qué punto ella formaba parte de nuestro paisaje.
Pasó el tiempo sin tener noticias suyas. Hasta que, cierta tarde, nuestro tío rompió el silencio. Él venía del cementerio, llegaba del entierro de Jawane, el enfermero. Subió los pequeños escalones de la terraza e interrumpió el descanso de mi padre. Rascándose las piernas, mi viejo guiñó los ojos, calculando la luz.
—¿Y? ¿Me has traído los zapatos?
Mi tío no respondió inmediatamente. Estaba ocupado aprovechando la sombra, secándose la transpiración. Se sopló los labios, cansado. En su rostro vi el alivio de quien regresa de un entierro.
—Aquí están, nuevecitos. ¡Eh, Juca, hermano, me vinieron bien estos zapatos negros!
Buscó en los bolsillos, pero el dinero, siempre tan rápido para entrar, tardó en salir. Mi padre le corrigió su gesto:
—A ti no te los alquilé. Somos de la familia, calzamos juntos.
El tío se sentó. Tomó la botella de cerveza y llenó su vaso grande. Después, con habilidad, agarró una cuchara de palo y echó la espuma en otro vaso. Mi padre se aprovechó de ese otro vaso que sólo tenía espuma. Al prohibírsele los líquidos, el viejo se dedicaba únicamente a los espumantes.
—Es ligera la espumita. El corazón no nota su paso.
Se consolaba, apuntaba como si prolongara su pensamiento. No había más que fingimiento en ese ahondar en sí mismo.
—¿Había mucha gente en el entierro?
Mientras se desabrochaba los zapatos, mi tío le explicó la gran concurrencia, multitudes pisando los arriates, todos despidiendo al enfermero, pobre, también él se murió.
—Pero ¿realmente se mató?
—Sí, el tipo se colgó. Cuando lo encontraron ya estaba tieso, parecía planchadito en la cuerda.
—Pero ¿por qué razón se mató?
—No lo sé. Dicen que fue por causa de mujeres.
Se callaron los dos, sorbiendo los vasos. Lo que más les dolía no era el hecho sino la causa.
—¿Morir así? Más vale fallecer
Mi viejo recibió los zapatos y los inspeccionó con desconfianza:
—¿Esta tierra viene de allá?
—¿A qué allá te refieres?
—Pregunto si viene del cementerio.
—Tal vez sí.
—Entonces vete a limpiarlos, no quiero polvo de los muertos aquí.
Mi tío bajo las escaleras y se sentó en el último escalón, a cepillar las suelas. Mientras tanto, contaba. La ceremonia transcurría, el cura recitaba las oraciones, confortando las almas. De repente, ¿qué sucede? Aparece Rosa Caramela, vestida de riguroso luto.
—¿Rosa ya salió de la prisión? —preguntó, atónito, mi padre.
Sí, ya había salido. En una inspección que hicieron en la cárcel, le dieron amnistía. Ella estaba loca, ése era su único crimen. Mi padre insistía sorprendido:
—Pero ¿ella, en el cementerio?
El tío prosiguió su relato. Rosa, por debajo de sus espaldas, iba toda de negro. Como un cuervo, Juca. Fue entrando, con andares de enterradora, espiando las fosas. Parecía que quería escoger un hoyo para ella. En el cementerio, tú sabes, Juca, allí nadie se demora visitando tumbas. Pasamos deprisa. Solamente esa jorobada, la tipa...
—Cuéntame lo demás —cortó mi padre.
Prosiguió la narración: Rosa allí, en medio de todos, empezó a cantar. Con educado asombro, los presentes se fijaron en ella. El cura continuaba con la oración pero ya nadie lo oía. Fue entonces cuando la jorobada comenzó a desvestirse.
—Mentira, hermano.
Te lo juró por Cristo, Juca, que me caigan dos mil cuchillos encima. Se desvistió. Se fue quitando las prendas, más despacio que este calor que hace hoy. Nadie se reía, nadie tosía, nadie hacía nada. Ya desnuda, sin nada encima, se acercó a la tumba de Jawane. Alzó sus brazos, arrojó sus ropas a la sepultura. La multitud temió la visión, retrocedió unos pasos. Entonces Rosa rezó:
—Llévate estas ropas, Jawane, te van a haver falta. Porque tú vas a ser piedra, como los otros.
Mirando a los presentes, ella levantó la voz, parecía más grande que una criatura:
—Y ahora: ¿lo puedo querer?
Los presentes retrocedieron, solo se oía la voz del polvo.
—¿Eh? ¡Puedo querer a este muerto! Ya no pertenece al tiempo. ¿O a éste también me lo prohiben?
Mi padre dejó la silla, parecía casi ofendido.
—¿Rosa habló así?
—Palabra.
Y el tío, inmediatamente, imitaba a la jorobada con su cuerpo oblicuo: ¿y a éste, lo puedo amar? Pero mi viejo se negó a oir.
—Cállate, no quiero oir más.
Brusco, lanzó el vaso por los aires. Quería vaciar la espuma pero, por un error improcedente, se le escapó todo el vaso de la mano. Como si pidiera una disculpa, mi tío se puso a recoger los añicos caídos de espaldas por el patio.
Esa noche, no pude dormir. Salí, senté mi insomnio en el jardín de enfrente. Miré la estatua, estaba fuera de su pedestal. El colono tenía las barbas en el suelo, parecía que era él mismo quien se había bajado, al cabo de grandes cansancios. Habían arrancado el monumento pero olvidaron retirarlo, la obra requería retoques. Sentí casi pena por el barbudo, sucio por las palomas y cubierto totalmente de polvo. Me encendí, entrando en razón: ¿estoy como Rosa, poniéndoles sentimientos a los pedruscos? Entonces vi a la misma Caramela, como atraída por mis conjuros. Me quedé casi helado, inmóvil. Quería huir, pero mis piernas se negaban. Me estremecí: ¿yo me convertiría en estatua volviéndome ahora blanco de las pasiones de la jorobada? Qué horror, que la boca huya de mí para siempre. Pero no. Rosa no se paró en el jardín. Atravesó la carretera y se aproximó a las pequeñas escaleras de nuestra casa. Se agachó en los escalones, limpió en ellos el claro de luna. Sus cosas se posaron en un suspiro. Después, ella se entortugó, disponiéndose, quién sabe, a dormir. O tal vez su impulso sólo obedecía a la tristeza. Porque la oí llorar, en un murmullo de aguas oscuras. La jorobada se deshacía en lágrimas, parecía que era su turno de convertirse en estatua. Me obcequé en ese espejismo.
Fue entonces cuando mi padre, con esmerado silencio, abrió la puerta de la terraza. Lento, se aproximó a la jorobada. Por unos instantes, se quedó inclinado sobre la mujer. Después, moviendo la mano como si fuera sólo un gesto soñado, le tocó los cabellos. Al principio, Rosa ni se delineaba. Pero, después, fue saliendo de sí, con su rostro a la mitad de la luz. Se miraron los dos, adquiriendo belleza. Entonces, él le dijo susurrante:
—No llores, Rosa.
Yo casi no oía, el corazón me llegaba a los oídos. Me aproximé, siempre detrás de la oscuridad. Mi padre hablaba todavía, nunca le había oído aquella voz.
—Soy yo, Rosa. ¿No te acuerdas?
Yo estaba en medio de las buganvillas, sus nudos me arañaban. Pero no los sentía. Me punzaba más el asombro que las ramas. Las manos de mi padre se hundían en el pelo de la jorobada, esas manos parecían personas, personas que se ahogaban.
—Soy yo, Juca. Tu novio ¿no te acuerdas?
Al rato, Rosa Caramela perdió realidad. Nunca había existido tanto, ninguna estatua le había merecido tantos ojos. Con la voz aún más dulce, mi padre le dijo:
—Vamos, Rosa.
Sin querer, yo me había apartado de las buganvillas. Ellos me podían ver, pero ya no me importaba. La luna pareció atizar su brillo cuando la jorobada se levantó:
—Vamos, Rosa. Recoge tus cosas, vámonos.
Y se fueron los dos, adentrándose en la noche.