Wenceslao Fernández Flórez - "La carretera"

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Este cuento de uno de los renovadores del humor en la literatura española apareció en la revista "Blanco y Negro" en 1927.
Aparece después en la antología "Fantasmas artificiales" publicada en 1930.
La ilustración es la que el pintor (gallego también) Máximo Ramos López hizo para la revista.



Aquella aparición extraordinaria causó profunda impresión entre los humanos. No obstante, si se pudiese conservar la serenidad suficiente para juzgarla con frío criterio nada tendría de particular dentro del orden de las apariencias.
La verdad es que cuando César Vidal atropelló y mató con el soberbio Lenter que guiaba al humilde vendedor de pucheros de barro, José Cañavate, y a sus tres hijos, estaba en pecado mortal. Quizá no fue de César toda la culpa del atropello, sino de los tres cocktails de ginebra con que se habría prevenido contra la humedad antes de abandonar el pueblo. Debe decirse también en honor del experto mecánico que si exterminó a los cuatro Cañavates fue precisamente por prestar oídos a las voces de su propia clemencia. Un hombre de corazón endurecido no habría matado en aquella ocasión más que a dos Cañavates. César Vidal los aplastó a todos por exceso de sentimentalismo. Al aparecer el automóvil en la curva, rugidor y magnífico, esa estrecha solidaridad que debe existir en una familia, aun para caminar por las carreteras, falló en la del ollero. Después de una breve contradanza, en la que todos se tropezaron. José cogió en brazos a su hijo menor y se apartó hacia la derecha, mientras los otros dos rapaces corrieron hacia la izquierda. Vidal pensó fulminantemente: "Voy a matar a alguien. Pero ¿a quién?"
Escribo para gente distinguida y tengo la seguridad de que todos mis lectores saben por experiencia lo difícil que es hacer una elección cuando se ofrecen varias víctimas y se marcha a ochenta kilómetros por hora. Por regla general, se prefiere la que nos desvía menos de nuestro camino, y si hubiese seguido esta ley del menor esfuerzo, Vidal solo mataría a los dos niños. El automóvil estaba ya encima de ellos, cuando César pensó que era una pena destruir aquellas vidas en brote y que la indignación pública contra él sería menor si laminaba al ollero, que ya estaba visiblemente envejecido y pachucho. Viró con rapidez; aniquiló por la parte posterior del coche a la pareja fraternal, y una milésima de segundo más tarde estaba reducida a pasta la otra pareja.
Indócil y como enloquecido, envuelto en polvo, el Lenter montó la cuneta, se inclinó sobre el talud, dio tres vueltas de campana, tronchó un árbol, echó un poquito de humo, como si exhalase el último suspiro, y se quedó quieto. Cuando esto ocurrió, César Vidal tenía la cabeza como un higo y el volante dentro de los pulmones.
Antes que la nubecilla de humo escapada del motor se hubiese disuelto, el alma del chófer la alcanzó, la atravesó y siguió su camino hacia el cenit, temblorosa aún, invadida de un estupor que la hacía indiferente al bello panorama que podía contemplar desde la altura. Un instinto misterioso o una rara atracción la orientaban. Llegó a una amplia estancia, en la que unas sombras grises se movían en una luz de crepúsculo, y entró. Sería imposible decir si fue un año o un segundo el que permaneció replegada en sí misma cerca de la pared blanca y suave, como si estuviese hecha de nubes. Una voz pronunció su nombre, y el espíritu de César Vidal aproximóse.
—Tienes un expediente lamentable —le dijo, mirándole compasivamente, un anciano, alrededor de cuya cabeza fulgía un nimbo de oro—. ¿Qué has hecho en la Tierra?
—Correr —murmuró el espíritu atribulado de César.
—Y ¿para qué correr? —preguntó otro anciano en torno a cuyos cabellos lucía una aureola de plata.
—No sé —contestó el espíritu—. Todos corrían... Era preciso correr siempre... Había una superioridad en correr más que nadie y todo el tiempo...
Un tercer anciano, con un sutil círculo de cobre suspendido sobre su cabeza, habló:
—Has matado con tu coche a quince personas, has perniquebrado a otras diez. ¿Cómo te justificas?
—No he querido hacer mal...
—¡Visto para sentencia! —pronunció el primer juez, y las tres blancas cabezas se unieron en un breve conciliábulo.
El espíritu de Vidal viose transportado poco después a un departamento extensísimo, que le recordó vagamente la guardarropía y almacén de trastos de un teatro terrenal. Colgados en perchas innumerables, sudarios y sábanas blancas rayaban con sus pliegues inmóviles la pared; un montón enorme de cadenas oxidadas se alzaba en un rincón, y una verdadera muchedumbre de espectros iba y venía entre los cachivaches esparcidos por el suelo y los maniquíes que sustentaban ropas de todos los tiempos y de todos los colores. Algunas sombras que llegaban con una horrible expresión de cansancio en el rostro temible se desvestían silenciosamente; otras ceñían a sus cuerpos ingrávidos los blancos lienzos o se alejaban arrastrando los pesados eslabones cogidos al albur en el montón inagotable. El guardián acercóse a Vidal:
—Estás destinado a la sección de fantasmas.
César calló.
—Durante dos siglos has de recorrer la carretera donde causaste más víctimas, noche por noche, sin más descanso que el día de Natal. Servicio: desde las doce en punto hasta el alba. He aquí tu coche.
El espíritu protestó, acongojado:
—Dejadme ir a pie; eso no se ha visto nunca. ¿Por qué se me obliga al horror de guiar el espectro de un "auto"? Todo yo estoy lleno de la fatiga de mi existencia anterior. Dejadme ir a pie. Recorreré los senderos, y alguna vez me sentaré en un bosque, al pie de un árbol, en la paz de las tinieblas. ¿Cuándo han podido contemplar los humanos un automóvil fantasma? ¿Por qué se idea para mí un castigo sin precedentes? Seré el fantasma más espantoso que haya habido nunca, y los hombres me execrarán.
—¡Oh! —exclamó, deteniéndose, un guerrero que llegaba a devolver su lanza—. ¿Crees que es eso más extraordinario que galopar sobre un caballo pío por las llanuras de Castilla? ¿Por qué se me obliga a montar a mí a caballo? Sin embargo, hace nueve siglos que salto sobre la silla al sonar la primera campanada de las doce para ir de uno a otro lado por la provincia de Valladolid. Tu automóvil, ¿merece más piedad que mi cabalgadura?
—Elige tu sábana —terció apremiante el guardián.
Y César se encontró sobre su Lenter en el kilómetro primero de la carretera. Apretó la bocina, que lanzó un aullido estremecedor; movió una palanca y se lanzó a ciento veinte por hora sobre la polvorienta superficie.
Pocos días después, el señor Brey, dueño de la fábrica de automóviles que llevaba su nombre, conferenciaba con Dupont, el famoso corredor de la casa. Acomodados en el alféizar discutían con breves frases sopesadas las ventajas que podrían obtenerse de una nueva modificación del capot. La fábrica estaba silenciosa; la noche era extrañamente profunda y densa. En la arena del jardín brillaba aún la punta del cigarro arrojado por el millonario.
Los estremeció bruscamente el largo clamor de una sirena, dolorido y terrible como el de un monstruo en la agonía; una lívida claridad apareció en el recodo de la carretera, y el campo se iluminó en aquel cono de luz satánica que parecía dar a todo el matiz de la muerte. Apareció entonces, veloz, silencioso, como si no rozase la tierra ni precisase motor, un coche largo y negro, sobre el que flameaba la larga vestidura blanca del chófer, un esqueleto contraído hacia el volante. Pasó. Aulló en la otra curva. Desapareció. Los dos hombres permanecieron callados.
—Es un Lenter —dijo el señor Brey.
—Un Lenter de turismo —corroboró el mecánico—. Es el coche fantasma del pobre Vidal.
—¿Lo ha visto usted más veces?
—Otras dos.
—Yo también. Todas las noches corre por esta carretera.
El señor Brey se retiró de la ventana y comenzó a pasearse por su despacho.
—He calculado que hace cada jornada unos mil kilómetros; no se para jamás; no tiene una avería...; es un verdadero record de resistencia, Dupont.
—Ciertamente, señor.
—Y de velocidad.
—Sin duda.
—¿Qué dice usted a eso, Dupont?
—Digo que es un coche fantasma.
El señor Brey reanudó sus paseos con la cabeza inclinada y las manos cruzadas sobre los riñones.
Al fin se detuvo para descargar un puñetazo en la mesa.
—Pues yo aseguro, Dupont, que estoy avergonzado de que ese coche, por espectral que sea, bata a nuestros Breys. ¡Un Lenter, un cochino Lenter! ¡Es un reclamo portentoso de esa inmunda marca, Dupont!
—Así es, señor; los Lenter han vendido mil coches más en la última semana.
—¡Qué asco, Dupont; qué asco!
—¡Qué asco, Dupont; qué asco!
El señor Brey continuó su gimnasia por la habitación. Súbitamente se detuvo ante el as y le puso una mano en el hombro.
—Si usted quisiese, Dupont... Ese César Vidal nunca ha podido competir con usted...
—Un aficionado —desdeñó el corredor.
—Si dispusiésemos de otro coche fantástico..., de un Brey fantástico...
—Haríamos mil doscientos kilómetros en el mismo tiempo, señor.
—Entonces...
—Entonces me alegro de que piense usted así. Yo estoy también avergonzado...
Ustedes recordarán la catástrofe de la feria de San Justo. El as del volante, monsieur Dupont, guiando un Brey de turismo recién salido de la fábrica, atropelló a cuarenta personas, metiéndose entre la multitud, y se estrelló después contra un muro. Se creyó que el mecánico se había vuelto loco; pero la verdad solo el señor Brey la conoce.
Desde entonces, cualquiera puede ver los dos fantasmas devorando la carretera en una competencia implacable y diaria. El Brey lleva batidos todos los records del Lenter.

This entry was posted on 05 octubre 2013 at 12:38 and is filed under , . You can follow any responses to this entry through the comments feed .

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